jueves, 17 de mayo de 2012

ALUMBRAMIENTO. Naomi Kawase (IV y V).


(Este artículo fue publicado en el libro Cineastas frente al espejo, editado por Gregorio MARTÍN GUTIÉRREZ [TB Editores / Festival Internacional de Cine de Las Palmas de Gran Canaria, Madrid, 2008])

IV

En este sentido, su cine se asemeja a una especie de chamanismo de la intimidad. Rinde culto a la naturaleza, a la impermanencia de los vivos, a la herencia inaprensible de los muertos. Ella se representa a sí misma como un ser poseído por el asombro de su propio alumbramiento. En Tarachime (2006) filma los pechos de su abuela, que le dieron de mamar en lugar de los de su madre biológica: las huellas de la vejez son profundas, y la piel de la anciana cuelga y está surcada de pliegues. Naomi va a ser madre, repetirá por sí misma un acontecimiento que absorbe su capacidad para maravillarse, al que en cierta forma siempre regresa y en el que intenta permanecer. Filmará su propio parto, pero aquí no podrá hallarse nada parecido al gesto radical exhibido en otro film japonés, muy anterior, firmado por Kazuo Hara, en el cual la amante del cineasta daba a luz ante la cámara, por sus propios medios y sin ayuda[i]. Lo que allí era desvelamiento agresivo de los tabúes de la privacidad, en Tarachime es celebración. Aun cuando ésta convive igualmente con su opuesto: la abuela, con quien antes Naomi habría tenido una agria discusión, cae enferma y debe ser trasladada en ambulancia para su hospitalización. Hay mucho de despedida anticipada en este film que se cierra precisamente con la bienvenida al recién llegado. Naomi explora las marcas de la feminidad en la anciana nonagenaria, y con ello establece la línea de continuidad. Mientras la abuela se baña, sus pezones son encuadrados con una atención detenida y amorosa por parte de la cineasta, más allá de la impresión general de la piel caída, más allá de toda generalidad tremendista o clínica, porque esos pechos son lo contrario a una generalidad. Son parte de su existencia y de su olvido. Naomi filma para recuperar, y a la vez para constatar que ello es imposible. Ella nombra las cosas con la lengua directa de la imagen, pero sobre todo busca ser nombrada.
Naomi busca retener el contacto. Especialmente en las películas dedicadas a su abuela (Katatsumori, 1994; y Tarachime), se resiste a apartar la cámara, a pasar de un plano a otro. A fin de cuentas, nada de lo que registra significa otra cosa que ausencia o presencia. Las imágenes no se dirigen las unas a las otras, sino que forman la infinitud de un hábitat físico y emocional.
En un momento de Katatsumori, su propia sombra se perfila mientras encuadra los primeros brotes de una planta que la abuela había sembrado para ella. Luego gira sobre sí misma y traza una panorámica hacia el sol que ilumina la planta en ese momento y que dibuja su propia sombra sobre la tierra. Con el gozo con que jugamos a retratarnos los unos a los otros, entrega la cámara a su abuela y posa sonriente para ella. Nada de esto parece ir mucho más allá de una sensible recolección de instantes para el álbum familiar, hasta que surge un plano “secreto”: Naomi se aproxima a la ventana de la cocina, abre un primer cristal y encuadra, desde la distancia, a su abuela mientras cuida pacientemente, una vez más, las flores de su pequeño jardín. Repentinamente la mano libre de la cineasta entra en cuadro al extenderse hacia el segundo cristal, y acaricia la silueta de la anciana.
            Naomi acaricia la imagen. ¿No reside aquí plena la expresión de todo su programa? Necesidad de tocar lo amado, deseo de ir más allá y repetir el gesto íntimo a través del contacto. Salvar la imagen de su bidimensional separación de las cosas mismas. Ha de mediar este gesto que se da para sí mismo, como en un aparte que desvela el impulso original de que cada toma anterior, hasta que poco después Naomi lo repita literalmente sobre el rostro sonriente de la abuela. Como si hubiera sido preciso aquel primer (con)tacto profundo y secreto para ir luego un poco más allá y convertir la metáfora en acción literal que no necesita el prestigio de lo espontáneo. Ella filma para tocar lo que ama.
            Es la cámara-piel de Naomi.


            KyaKaRaBaA trata sin embargo de lo que no se puede tocar: de lo que no está –hablamos de un film literalmente de duelo-, y también de lo que quema; de lo que debe quemar la piel para hacerse real. Es lo propio del fuego, que a diferencia de los otros elementos, no tiene cuerpo, y sólo puede experimentarse como herida. Naomi desea tatuarse el cuerpo a imagen y semejanza de su padre. Desea de esta forma llevar en la piel una huella, una quemazón –en el sentido más literal de la palabra- que haga presente del modo más brutal aquello que nunca pudo habitar su propia biografía.
            Volver, querer quedarse ahí, no irse. Volver a filmarlo todo, pero volver a filmarlo ahora. Creo que Naomi filma para quedarse en todo aquello que encuentra a su paso, para imprimirse en la corteza de los árboles o de la tierra. La abuela aparece menuda y alejada, saludando entre las flores, ya con el pelo blanco. Pero se diría que la anciana era aquí mucho más consciente de formar parte del proyecto de Naomi. Tal vez por eso se expresa aquí con una gravedad nueva. Además, el padre añorado ha muerto real, literalmente. La conversación entre Naomi y la madre biológica, siempre fuera de campo, es fría, pero en la imagen arden hogueras nocturnas. De los cuatro elementos que recorren la película, el fuego será el que marque más profundamente su sentido. De repente, tras las llamas asoma la figura de un shite, el desaparecido errante, fantasma sobre el que las representaciones de teatro cargan la pesada misión de nombrar las vanidades del espanto. “Me pregunto por qué nací”, espeta Naomi. La imagen nos muestra las ramas sobre la verja…
           
V

Alentar la experiencia de haber sido “arrojado al mundo”. Filmar el silencio de lo anecdótico, la plenitud de lo contingente y el gozo de estar. ¿No es esto, en cierta forma, un modélico programa de futuro (no lo es ya de presente) para el cine? El tiempo ya no es el combustible que alimenta nuestra permanencia en el mundo, sino el fuego que nos consume. ¿Qué narrar? El primer verso de un conocido haiku de Santoka, rebosa de elocuencia en su simplicidad: 

Ware ima kokoni ("Yo, ahora, aquí") [ii]





[i] En Extreme Private Eros: Love Song (Gokushiteki erosu: Renza 1974, dir. Kazuo Hara, 1974), el cineasta seguía las andaduras de su ex-amante con un estilo de cine directo que abordaba directamente situaciones tan comprometedoras como las propias discusiones de la ex-pareja o la vida sexual autónoma de cada uno de ellos. K. Hara delegaba en su ex-amante todas las responsabilidades para así poder llegar a un límite que debía ser hiriente, un juego de exhibicionismo y escondite que afrontaba directamente la ruptura de viejas normas de conducta privada. Hara, autor también de la extraordinaria Yuki Yukite shingun (The Emeperor’s Naked Army, 1984) en torno a un hombre de 62 años que recorre Japón denunciando en solitario las tropelías cometidas por los oficiales imperiales contra sus propios soldados durante la Guerra del Pacífico, pertenece a la generación radical de los 60. La posición de éstos hacia las tendencias del “documental intimista” practicado por talentos jóvenes como Naomi y Hirokazu Kore-eda, ha sido por lo general distante cuando no abiertamente crítica: les acusan de eludir la dialéctica entre lo privado y lo social.

[ii] Entero, dice así: 
Ware ima kokoni     Yo, ahora, aquí,
umi no aosa no        el azul de un mar
kagirinashi               que no tiene límites


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