(Este artículo fue publicado en el libro Cineastas frente al espejo, editado por Gregorio MARTÍN GUTIÉRREZ [TB Editores / Festival Internacional de Cine de Las Palmas de Gran Canaria, Madrid, 2008])
Luis Miranda
I
"Cosas que hacen latir deprisa el corazón.
Gorriones que alimentan a sus
crías. Pasar por un lugar donde juegan niños. Dormir en una habitación donde se
ha quemado incienso. Advertir que un elegante espejo chino está un poco
empañado. Ver a un caballero que detiene su carruaje frente a nuestro portón y
ordena a sus servidores que lo anuncien. Lavarse el pelo, acicalarse y ponerse
ropas perfumadas. Aunque nadie lo vea, sentimos un íntimo placer.
Es de noche y uno espera una
visita. De pronto nos sorprende el sonido de las gotas de lluvia que el viento
arroja a las persianas"
Sei Shonagon, El libro de almohada [i]
Sei Shonagon,
dama de la emperatriz Sadako durante los últimos años del siglo X, anotaba en
su Libro de almohada[ii]
enumeraciones y listas de cosas agradables o desagradables, “cosas odiosas;
“cosas adorables”; “cosas que están cerca aunque estén lejos”.
Shonagon vivía
en Kioto, la capital imperial durante el período Heian (794-1185 d.C). En las
películas de Naomi Kawase, nacida en 1969 en la antigua capital Nara, es
posible imaginar una similar inclinación a retener y enumerar impresiones,
huellas de cosas encontradas que dan forma a un paisaje de la intimidad.
No deseo
exagerar la apariencia de una filiación entre dos mujeres que habitaron lugares
separados entre sí por sólo 40 kilómetros de colinas y unidos por mil años de
quiebras, continuidades y mutaciones históricas. Más bien que como persistencia
de una disciplina "japonesa" de la contemplación, las películas
“privadas” de Naomi (creo que sólo puedo llamarla por su nombre de pila)
representan un episodio conmovedor en el asalto pacífico del cine (del “otro”
cine) a la geografía no histórica de la experiencia íntima a través de una
poesía de lo empírico. Naomi ha dirigido cuatro largometrajes de ficción -Moe no Suzaku (1996), Hotaru (2000), Sharashoyu (2003) y Mogari
no mori (El bosque del luto,
2007): tres estrenados en el Festival de Cannes; dos de ellos premiados allí-.
Y se diría sin embargo que éstos son una parte “menor” de su obra, aun siendo
películas soberbias que además le garantizan visibilidad en el mapa
convencional de la Institución Cine. En cualquier caso, las incursiones de
Naomi en la ficción tampoco son un aparte sino una prolongación de su voluntad
de enumerar las cosas que hacen latir deprisa el corazón. Que la forma
privilegiada por su sensibilidad sea el documento íntimo, la pequeña película
privada que visita una y otra vez un espacio doméstico amado, aparece no
obstante como el camino más recto hacia esa misma poesía de la impermanencia
que da aliento a las fugas provisionales de sus largos de ficción. En uno y
otro caso, los ojos abiertos de Naomi oscilan siempre entre el duelo y el
alumbramiento.
El
documento íntimo no representa de hecho sino la dimensión más evidente de un
deseo de nacer a las cosas. Naomi recorre en detalle el despliegue del ramaje
de un arbusto, como si deseara remontar la inaccesible secuencia de su
crecimiento en el instante de filmarlo. Ella no sólo pasea la cámara por el
exterior sino que desea llegar al interior de la rama; hay algo nervioso en su
esfuerzo de retención, como una negativa a finalizar, a detenerse, a agotar la
forma del arbusto. Naomi no quiere abandonar la imagen sino abandonarse a ella,
y cuanto mayor es su esfuerzo por constatar el ramaje, o la piel cuarteada de
la abuela, o el brillo del sol sobre las ramas o cualquiera de esas cosas que,
porque sabemos que están ahí, nunca miramos con atención desde la ventana,
mayor es la sensación de pesar y la necesidad de llenarse de las cosas. El
objetivo es no ser voz sino ojo; o no ser en realidad ojo sino piel que mira.
El dilema de
Naomi radica en que desea coleccionar duraciones (las cosas como duración), con
la esperanza de que así, transformadas en imagen, se conviertan en una piel
luminiscente que puede ser tocada. Sin embargo, la piel une y separa. Ella
filma a la vez la posibilidad de disolución del yo en las cosas como deseo de
plenitud, pero también como destino inevitable de un ser huérfano que, como
tal, parece sentirse incompleto, insuficiente. Frente a ello, aparece la
resistencia natural del ser: un deseo de biografía, es decir, de sentido más
allá de los accidentes. En sus primeras películas realizadas en formato Super 8
mm., Naomi se limita a sumar visiones de lo que la rodea. Son trabajos de
escuela –ella estudiaba Fotografía- en los que sigue literalmente el consejo de
un profesor: filmar aquello que nos sea más cercano. Toda la obra posterior de
la estudiante se ajustará a este principio. Los títulos de esos trabajos
iniciáticos realizados entre 1988 y 1990, no pueden ser más representativos: I Focus on What Interests Me (sólo
dispongo de la traducción al inglés, y la mantengo porque el verbo “focus” iguala
la acción de centrarse en algo, con la acción de enfocarlo). Traduzco los demás: La
concretización de las cosas que me rodean. Mi única familia. En el
presente. Paulatinamente, Naomi transforma el registro casual de las calles
y transeúntes, de la cocina de la casa en la que vive con sus tíos-abuelos -los
Kawase, padres adoptivos de la niña Naomi Komai-, por una fijación más
selectiva que oscila entre lo que es más próximo, y lo que estando ahí, resulta
inabarcable: como la luz misma, a través de las ventanas o reflejada en la
humedad de las plantas de jardín. En cualquier caso, Naomi enumera. En las que
considero sus dos obras mayores, la temprana Ni tsutsumarete (Embracing,
1992) y su fascinante epílogo, KyaKaRaBaA
(Sky, Wind, Fire, Water, Earth / Dans le silence du monde, 2001), hay sin embargo una dolorosa
tensión de búsqueda. Ambas películas giran en torno a la perpetua ausencia de
un padre desconocido y la ansiedad que Naomi experimenta al verse a sí misma
como accidente. A cambio, ella filma y hace inventario también para
celebrar, para entregar su asombro de estar viva y en el mundo. Pero entre este
retorno a un nombrar primigenio y el duelo por la fugacidad de las cosas que
sólo es posible retener como memoria (como nombre o como imagen-piel; como foto
amarillenta del padre), Naomi establece su lugar. Y este lugar equivale al
silencio o al balbuceo. Naomi no ejerce de testigo ni narradora de su propia
vida, sino que pasea y observa, como una presencia fantasmagórica, débil, que
necesita verificarse a sí misma.
Los bosques de
la región de Kansai conocieron el humo de las guerras, pero también la
actividad lenta de muchas generaciones de peregrinos educados en la
contemplación de las estaciones y en el conocimiento de que todo es efímero.
Vuelvo a los inventarios de Shonagon (“Cosas que pierden al estar pintadas…
Claveles, flores de cerezo, rosas amarillas. Hombres o mujeres cuya belleza las
mujeres alaban”). Incluso cuando esboza un encuentro nocturno, una acción
recordada, un hormigueo de admiración que alienta las cuitas amorosas, Shonagon
busca ante todo sustantivar: nombrar la situación antes que narrarla, ofrecerla
además como una pintura que sólo contiene detalles, pero que se comprende como
totalidad gracias a su despliegue de huecos vacíos. La pedagogía japonesa de la
contemplación se basó durante siglos en hacer de cada gesto, imagen y sonido la
representación de un instante que condensara en su plenitud la experiencia
inefable del tiempo. No hablo, por supuesto, del instante pregnante, decisivo
(el que condensa en sí la potencia simbólica de un relato); sino precisamente
del instante en el que aflora lo contingente, lo no necesario. A través de los
huecos de lo narrable, la imagen desvela su naturaleza mental. En un contexto
muy diferente, Walter Benjamin se acercó a la esencia de este efecto, y lo
llamó “aura”: “una trama muy particular de espacio y tiempo: irrepetible aparición de una lejanía,
por cerca que ésta pueda estar”. (El subrayado es mío)[iii].
...
[i] Sei Shonagon: El
libro de almohada. Selección y traducción de Jorge Luis Borges y María Kodama,
Alianza, Madrid, 2004, p. 47.
[ii] El
libro de almohada de Sei Shonagon (c. 965 - entre 1000 y 1025 dC) y el Genji Monogatari escrito en aquellos
mismos años del período Heian por la dama Murasaki Shikibu (c. 978 - c. 1014
dC), y que muchos consideran como la primera novela –en el sentido moderno del
término- de la que se tiene noticia, representan al mismo tiempo la fundación y
dos de las más altas cimas de la prosa literaria japonesa. El hecho de que sus
autoras fueran damas nobles del período Heian japonés no es casual. Durante ese
período clásico anterior a las guerras que desembocarán en la caída de la
dinastía Fujiwara, la corte imperial era una especie de paraíso decadente cuyos
habitantes dedicaban la mayor parte de su tiempo al desarrollo del arte, la
poesía y la ejecución de complicados rituales esotéricos asociados al budismo
Tendai. El budismo Zen, tan importante para el desarrollo posterior de la
sensibilidad estética japonesa, no había desembarcado aún en el país.
[iii] El texto citado continúa: “Seguir con
toda clama en el horizonte, en un mediodía de verano, la línea de una
cordillera o una rama que arroja su sombra sobre quien la contempla hasta que
el instante o la hora participan de su aparición, eso es aspirar el aura de
esas montañas, de esa rama.” Walter Benjamin: “Pequeña historia de la
fotografía”, Discursos interrumpidos I,
Taurus, Madrid, 1973, p. 75.
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