EL NUEVO MUNDO (THE NEW WORLD, Terrence Malick, 2005)

Es posible que el idilio entre el capitán John Smith, uno de los expedicionarios que llegaran por vez primera a las tierras de Virginia en 1607, y la indígena Pocahontas, hija del jefe Powahtan, nunca tuviera lugar. Los hechos que condujeron a la leyenda pudieron haber sido tergiversados por el primero para favorecer a la segunda en su estancia en Inglaterra, al pretender que la joven le hubiera salvado la vida por dos veces, y por los fabuladores y novelistas después, auténticos fundadores de un relato cuya vigencia perdura: la historia de las colonizaciones debería escribirse con la tinta mojada en la sangre, el sudor y el semen derramados.

Podrá decirse que a Malick le interesa la Historia como zona fértil para cultivar el mito, pero sería un error suponer que éste asfixie u oculte necesaramente a la primera. Las narraciones de Malick necesitan de la Historia para hacer posible un desvío poético que tiene mucho de rescate de la experiencia íntima del "descubrimiento", de una potencia de ensoñación que se abre hacia un afuera trascendental, anterior a la Historia pero imposible de imaginar sin ésta. De tal modo que el mito no sería sino una primera forma de hacer cultura desde el encuentro entre la palabra y la imagen, antes de la escritura; y desde la idea temporal de un ciclo, no desde el drama con sus resoluciones. En Malick el mito fundamental es precisamente el mito fundacional: el Edén, un estado de juventud de lo humano antes del destierro. El cine de Malick es un ensueño de vida a la intemperie, de tal modo que, para experimentarlo, ese estado de naturaleza ha de ser un imposible. Sólo desde la pérdida podemos objetivar poéticamente el ensueño del contacto. Por eso tropezamos una y otra vez con la complejidad de sus películas, que funcionan a la vez como documentos de la cultura y como experiencia poética, o si se prefiere, como trance en un sentido afín al que logra, en ocasiones, la música. Si de la música se ha dicho que es una "lengua" anterior al habla, bien es cierto que su riqueza acompaña, de modo extremadamente sutil y complejo, a los hallazgos del habla, y por tanto a la conciencia de los límites del habla. En el trance al que las películas de Malick invitan, la sustancia de los mitos es inseparable de su movimiento impasible, de su ritmo que iguala cosas heterogéneas sin preocuparse de dialécticas. En la belleza de un río se darán cita a la vez el acontecimiento histórico y el gozo subjetivo de la primera mirada sobre ese cauce, pero también la presencia del depredador bajo las aguas, todo ello en la forma de una sola y misma "melodía", sin contradicción. El ensueño del Paraíso es fecundado por sus propias paradojas.

El Nuevo Mundo imaginado por Malick es un documento de la cultura cuando quiere, por ejemplo, que John Smith sea un colono inglés rebelde que anticipa en más de un siglo las ideas de Rousseau y del socialismo pre-científico: de espaldas a la civilización occidental y ante la abrumadora naturaleza de la Virginia, este hombre libre puede imaginar un retorno purificador a los orígenes. Las primeras imágenes del filme preparan un primer recuerdo del Paraíso, porque surgen del momento anterior al primer contacto, a la llegada de los barcos, las armaduras y los caballos a la orilla de Norteamérica. Son imágenes invocadas, pero de un modo especial, puesto que no sólo mezclan la memoria y lo inmemorial en una sola sustancia poética, sino que son dos los seres que profieren la invocación, ambos reunidos desde orillas opuestas y luego separados a su pesar. Se trata de voces trascendidas, emplazadas en un no-tiempo o en un tiempo abstracto del relato, presente, pasado y futuro a la vez, y ajeno a todos ellos por igual. Desde esa zona inmemorial, las imágenes tienen el brillo concreto de la visión, cuando rememorar es igual a un “hacer presente” literal, un salto hacia aquel momento, aquel paisaje o encuentro que tuvo ya su cumplimiento.

Pero es que hay también una “voz” tercera que es muda, una memoria de la tierra, como si el propio paisaje observara y remontase (incluso y sobre todo en el sentido cinematográfico de “montar” imágenes) la crónica del encuentro en tanto que momento irrepetible del mundo. Con sus tres películas anteriores habíamos aprendido a reconocer las pausas en las que el Edén adopta una forma concreta a la vez que imaginaria, una imagen siempre provisional. Pero aquí esa forma se extiende a la totalidad, porque los hechos requeridos por la Historia (rebeldías, hostigamientos, hambruna, cultivos, descubrimientos, matrimonios) son también y sobre todo momentos de visión, sometidos a un mismo y único orden de movimiento con aquellos otros instantes en los que algo ajeno a la categoría del suceso -la hierba o el barro, los juegos en el poblado-sencillamente se nos da a ver. Suspendido en los quicios de la Historia, El Nuevo Mundo es por eso un formidable relato epifánico: todo es aparición -pero sin la parálisis de la inconsciencia visionaria- y todo es respiración, aliento que fluye.

Ésta es de hecho una película extraordinariamente veloz. Sigue un curso cuyo principio básico y exhaustivo es la elipsis, que aquí no obedece a un efecto de discontinuidad sino a la continuidad “tonal”, al logro supremo de esa respiración o acorde sostenido que distingue a la búsqueda poética emprendida por el cineasta a lo largo de una fimografía tan escasa como intensa. La voz del colono, la de su par, la joven indígena, y ese otro rumor indiferente de la tierra “que lo ve todo”, se unen en un solo aliento que avanza como una polifonía amorosa sin variar el compás. La extensión cronológica de los hechos –llegada de la expedición, encuentro con el Otro, conflicto internos y externos, idilio, exilio, etc.–, discurre al ritmo de un vistazo que los trasciende al reunir de ellos lo memorable bajo una soberana ecuanimidad (lo inmemorial). Memorables son el asombro ante lo terrible –la inmensidad del puerto británico a ojos del indio americano recién llegado– y lo apacible –un arroyo–. Y es justamente esa ecuanimidad del vistazo lo que acerca a Malick a la visión mística. Ahora bien, el cine de Malick reproduce los códigos del mito desde una buena fe que no ignora la melancolía, puesto que somos seres históricos. Reconocemos una alteridad radical entre esa visión y el orden habitual de nuestro conocimiento, y esa alteridad está presente en el filme sin que eso implique una invitación a la lectura irónica. No se trata del idiolecto de un místico ensimismado ni de un pastiche new age, sino de un diálogo desde la diferencia que impone la forma "cantada" frente al recitado en prosa. Frente a las auto-censuras de la prosa, la forma del relato "cantado" no elude un deseo de éxtasis, de participación en lo profundo.

Como se puede ver, el comentario emprendido sobre la película necesita declarar su propio desvío una y otra vez con respecto al peligro de un exceso de dialéctica o de exégesis cultural que, por otra parte, el filme en ningún caso impide. Porque la Historia (de las imágenes, las ideas, las batallas, las conquistas y, también, de algunas derrotas no olvidadas) cumple aquí de hecho un papel decisivo. Antes del encuentro en el Paraíso, la película mostraba ya esa tierra prometida en los créditos, pero desde la altura simbólica de los mapas. Puesto que transforman la tierra en territorio, los mapas representan una posición de dominio, pero también una invitación a lo imaginario, tanto más seductora cuantos más espacios en blanco muestra el papel. Una vez terminados los créditos, el lugar aparece desde abajo, desde la profundidad sin forma del agua, una sustancia amniótica idealmente traslúcida que permite ver a su través. Los salvajes felices flotan por encima, bajo el sol que penetra el agua con sus rayos como para fecundarla. Se diría que lo humano pertenece entonces ya a lo vertical, a lo elevado, pero aún en íntimo contacto con la profundidad. Poco después, el recién llegado Smith, que es un hombre moderno y por ello distinto a sus camaradas feudales, se encontrará ante una cabeza decapitada que cuelga sobre el río, y luego en el interior de una uterina choza-palacio en el poblado indígena: la naturaleza es también una horrenda ciénaga, y las sociedades que aún no se emanciparon de ella traducen el espanto en sus insignias. Es preciso recordar entonces la imagen del reptil que abría La delgada línea roja (1998): un depredador se oculta bajo el limo, en el corazón de las tinieblas. A pesar del cándido Rousseau, el Edén prospera sobre una turba de violencia y muerte.

Entre el ideal y su inaceptable reverso, el hombre blanco queda en suspenso, flotando indeciso al amparo de su extranjería, de su ignorancia del idioma y de los signos aborígenes, que forman para él un todo con el paisaje. Pocahontas, por el contrario, emite palabras en su idioma futuro y “deslocalizado”, el inglés, desde el off de ese tiempo abstracto que, aún no lo sabemos, refracta todas sus vivencias a través del recuerdo de la tierra natal, así como Smith “habla” desde un perpetuo exilio que se le presenta como dureza del mundo. Ella, por su parte, ha tenido que hacerse Otra, sin esfuerzo y sin nostalgia, pero eso no supone en su caso exiliarse de sí misma. Para disgusto de bienpensantes e indigenistas, la “inocente” salvaje es en realidad una artista de la metamorfosis. Tiene el beneficio de no haber heredado siglos de Historia, sino una experiencia que, precisamente por inmemorial, pertenece al reino de lo inmediato.

El cine de Malick es de hecho una celebración sabiamente corregida del espíritu roussoniano y su “buen salvaje”, y esto es algo que los detractores de la película no van a obviar. Ahora bien, el cineasta sin duda ama esa utopía, pero no parece que la suscriba al pie de la letra. Aunque tenga la sensibilidad de un poeta místico, Malick pertenece al siglo XX, y en esta ambivalencia reside la belleza de sus filme: se puede sentir El Nuevo Mundo como un canto a la naturaleza, pero será en todo caso un canto con disonancias. Porque no es tanto la naturaleza el asunto, sino una cierta idea de la misma, un sueño de la cultura sobre el contacto perdido (la naturaleza no es de hecho sino una visión, y toda visión es una experiencia de alteridad: requiere una distancia y una mediación simbólica). En este sueño se condensa el drama de la modernidad, y sobre su base germina el cine de Malick como poética del conflicto entre una “infancia” de lo humano, en la que se pertenece aún al cuerpo de las cosas, y la dramática separación que adviene con la conciencia de sí. Por eso los héroes de Malick son siempre jóvenes instalados en un intervalo, habitantes del Edén (un ensueño de “estado natural”) justo antes de la Caída (la transformación del “estado” en situación, relato, Historia, cultura) [1].

Ahora bien, una vez mencionada la Historia, ¿cómo se describe la “melodía”? He aquí un exceso que, frente a lo que solían afirmar los críticos de antaño, no desborda el Sentido, sino que es a su vez Sentido no traducible. Un sentido que no obedece a los requisitos de la dialéctica, puesto que ignora la mala conciencia –esas interpretaciones bienpensantes sobre el “encuentro de culturas”– y escapa al circuito de las afirmaciones y las negaciones. Sólo cabe la paráfrasis, aun con el riesgo que eso implica. Porque no hay descripción que se aproxime [2], si no es con el desvío de la metáfora, a una sensación equiparable al movimiento de este filme, sobre todo en su apertura y en su formidable epílogo. El Nuevo Mundo expande hacia un terreno aún por explorar, y nunca mejor dicho, el arte de la narración oblicua, hasta el punto de hacer imposible una descripción de la misma que no tome como referencia las formas musicales. Aquí la figura del agua será el principio formal, y no sólo el icono y la metáfora fundamentales del relato, pues arrastra y armoniza fragmentos en un continuo que, si vale como música para el ojo, no puede negarse que también funciona para el pensamiento, porque en ese fluir discurre el imaginario romántico en torno a las relaciones del hombre con su prehistoria. Discurre, es decir, piensa, aunque lo haga calladamente y hasta con disimulo; discurre también porque se mueve, trazando curvas, meandros, formando rápidos, remansos y cascadas. (Si hay cultura en ese curso, diremos en todo caso que hay también discurso, pero poético. El Nuevo Mundo dispone de pistas abundantes para una interpretación dialéctica, pero siempre bajo la condición de verlas en el interior de un sistema de rimas, de asociaciones abiertas, algunas de las cuales este texto intenta señalar).

Por eso no es trivial que el primer contacto se produzca bajo el espíritu de Wagner, ese sospechoso habitual, cuyo preludio de El oro del Rhin hace de la escena un momento equiparable al encuentro de los homínidos con el monolito de 2001. Una odisea del espacio (Kubrick, 1968). Sólo que, en este caso, el asombro del encuentro es recíproco: el hombre se encuentra con el hombre. La música es aquí elevación (Malick eleva a Wagner tanto como éste al primero) pero también la cifra cultural de la razón romántica, que es visionaria. Para el salvaje, lo sublime aparece bajo la forma del humano acorazado que, firme en su voluntad de poder, traduce la tierra en territorio. Y para el super-civilizado y rebelde John Smith, lo sublime es la aparición de la naturaleza sin lindes, en un estado primitivo que remite a los primeros capítulos del Génesis, antes de la culpa. Ahora bien, es preciso insistir: la cifra más profunda del filme es mucho más literal, y se halla en el movimiento mismo de las imágenes y los sonidos. No procede tomar a Wagner sin más como guiño o comentario del filme sobre sí mismo. Los depósitos de la cultura sobreviven a las discusiones porque dan forma a los ensueños, y no es preciso que éstos sean culturalmente inocentes. Wagner re-inventó una forma de continuo sonoro que se expande con elasticidad, y que unifica los rumores y estruendos con las voces espirituales, las selvas y las cavernas con las almenas, los perfiles duros del héroe con la densidad moldeable de la naturaleza idealizada. Es el ruido profundo del caos original subyacente a la Creación, y a la vez el canto que se diferencia sucesivamente, en espiral: entropía y orden, voluntariosa geometría y seducción por la barbarie. En el set y en la mesa de montaje, Malick abduce la gravedad de Wagner y la templa con esa gentileza estética para la que aún no hemos hallado una palabra que supere de una vez los equívocos habituales que acompañan al término “ironía”. Si queremos llevar más lejos una equivalencia imaginaria entre el movimiento de la materia fílmica y el propio de la música, diremos que Malick traduce el dramatismo de Wagner a unos modos que recodarían a la muy dinámica placidez de Debussy, como en otro sentido traduce fielmente a los idealistas Rousseau y Thoreau desde un horizonte readaptado por el realismo darwinista.

John Smith encarna la voluntad masculina y civilizadora en un momento de "inversión de valores": frente a la intención oficial que pretextan los enviados de Su Majestad, él quiere dejarse civilizar por lo salvaje. Inevitablemente, su búsqueda de lo primigenio desemboca sin embargo en una problemática visión romántica de lo primigenio, por más que su instinto le invite a dudar de su propia utopía. Él quiere ser Adán y no un soldado del rey, pero éste es un dilema menor cuando intuye que en realidad él no es nada frente a la amenaza de la selva. Su amada Pocahontas dispone por el contrario una capacidad de adaptación que resulta inevitable asociar a lo femenino. Esta diferencia arraigada en el género divide siempre de forma sistemática a los personajes de Malick, de acuerdo a un principio de dualidad que permite a las mujeres escapar a un ciclo de violencia del que son espectadoras cercanas. El agua, como símbolo del circuito natural, lo es también por eso mismo de lo femenino: ciénaga amniótica –diría tal vez Camille Paglia– de la que nace todo, pero también sustancia que adopta la forma del lecho que la contiene. Así, Pocahontas es capaz de transformarse en la europea Rebecca después de conocer la (falsa) muerte de su amado, pero no renunciará a su nuevo esposo europeo cuando descubra la verdad. Aunque su nombre atribuido significara “pequeña licenciosa”, ella no es Lilith, la hembra sexual agresiva, sino Eva. Y Eva es asertiva como Adán es interrogador.

Enunciado en presente pero emitido desde ese futuro abstracto de la narración, los monólogos de John Smith y Pocahontas son breves, ocasionales y escapan al principio de necesidad. Escenifican un diálogo interior cuyo interlocutor es uno y múltiple. Él se dirige a sí mismo, hacia su amada, hacia la tierra o hacia alguna trascendente presencia sin sujeto, pero siempre desde un ensimismado lugar de nostalgia que señala hacia lo ausente o hacia lo utópico, ese lugar que aún no existe ni quizás existirá. La voz de Pocahontas/Rebecca emerge sin embargo desde un presente inmemorial pero menos ambiguo. Ella ve el mundo y lo integra a su existencia, mientras que él sólo ve imágenes del mundo. Si Rebecca/Pocahontas pertenece al dominio de lo acuático, es asimismo la tranquila fuerza de arrastre y disolución del agua la que da forma al relato, porque su motor reside en la impermanencia: el agua actúa cuando dispone de tiempo suficiente. Bien mirado, este juego de diferencias sólo puede suponerse a posteriori, puesto que están literalmente disueltas. Las visiones admiten únicamente su propio brillo y el devenir que les es propio, hasta disolver las diferencias en la unidad de un solo movimiento sin retroceso, una igualdad de mirada que no pertenece a sujeto alguno más que por empatía, o si se prefiere, por compañía. Miramos con los personajes y con la tierra, esa “madre” que la indígena invoca. Por eso El nuevo mundo sigue un movimiento fluvial que, a veces elevándose sobre Wagner (lo viril) y otras reposando en Mozart (lo masculino feminizado), lava y arrastra consigo visiones y géneros narrativos tan profundamente asociados al imaginario romántico como la mística panteísta (el Edén), la épica aventurera (la voluntad) y el bildungsroman o “novela de aprendizaje” (la adaptación). Smith fracasa en su intento de remontar esas etapas, pero ella, que se apodera poco a poco del relato, triunfa.

En su proceso civilizador, la joven indígena cambia de nombre pero no de identidad, porque la identidad sólo es un problema para aquéllos que, como John Smith, permanecen anclados a una masculina voluntad de búsqueda y diferenciación de categorías que les mantiene en un perpetuo “afuera”. El indio enviado como embajador a Inglaterra comparte esta misma condición: firme en sus contornos, con su perfil adusto y sus ropajes, enmudece ante las geometrías de un jardín palaciego. Él es también un vidente paralizado ante su visión, alienado por las formidables distancias que se abren entre el mundo de origen y el que ahora visita. Ella, por el contrario, “se deja llevar” y salva todo un abismo de diferencias al cruzar el Atlántico, sin que parezca haberse movido; no hay esfuerzo aparente porque el agua deja al tiempo hacer su trabajo. Las imágenes del extraordinario segmento final reúnen todos los opuestos: el salvaje y el hogar, el camino recto y la carrera desenfrenada, el dique y el oleaje, el lecho de sábanas y la corteza vegetal, las aguas de América y las aguas de Europa. Contra lo que podría sugerirnos una interpretación apresurada, Rebecca no vuelve a ser Pocahontas antes de morir, porque lo ha seguido siendo con la misma verdad con la que Pocahontas es Rebecca. Ese final no es del todo un retorno a la naturaleza sino más bien la afirmación misma de una totalidad que ni sabe de nombres ni dejó nunca de estar ahí.

Luis Miranda, octubre de 2010.


[1]: En un artículo de su, por desgracia, desaparecida web ROUGE, Adrian Martin desarrolla con perspicacia la idea de este "intervalo" o tránsito del Edén a la Caída característico de la narrativa de Malick: "Things to Look Into: The Cinema of Terrence Malick", http://www.rouge.com.au/10/malick.html

[2]: Espoleados por esta dificultad, algunos comentaristas han proclamado la necesidad de abordar la película desde la intimidad de una experiencia que ofrece resistencias al discurso crítico habitual. Así, José Manuel López empredía el desafío con la experiencia colectiva del intercambio de opiniones á la Movie Mutations, en su web, también desaparecida, TREN DE SOMBRAS: "El Nuevo Mundo. Primera carta".