STRAUB & HUILLET (II). POST ESCRIPTUM

I
Dos semanas después de publicar en CANARIAS 7 un artículo con ocasión del ciclo dedicado por el colectivo Vértigo a Jean-Marie Straub y Danielle Huillet, me tropiezo con estas palabras de Susan Sontag, ella una vez más, en un estupendo ensayo sobre Richard Wagner: “se cree con firmeza que ni el creador ni el público necesitan recabar información alguna (el conocimiento, sobre todo el histórico, se estima que tiene un efecto funesto en la creatividad y la sensibilidad: el lugar común más tenaz y postrero del romanticismo).” El comentario, que la autora hace extensivo a los hábitos culturales de nuestro tiempo, alude aquí al uso libre de una tradición, las sagas germánicas, que Wagner “re-escribe” para una nueva sensibilidad que no necesitaba el juego de la erudición comparativa. Ni al compositor se le exige fidelidad ni al espectador/oyente de la ópera se le supone una cultura previa sobre tal asunto. Lo interesante del ejemplo es comprobar, entonces, cómo había variado el paradigma cultural con respecto a la necesidad o no de un bagaje distintivo y distinguido.

Las cantatas de Bach se destinaban a una feligresía conocedora de las Escrituras y de la tradición coral protestante, y los destinatarios de los conciertos de Mozart eran, por lo general, un público cortesano habilitado, se supone, para entender el juego de los temas y variaciones que su música ponía en juego. La disponibilidad privilegiada de un “capital cultural” formaba parte del placer. El acceso de la burguesía al poder supone, a principios del siglo XIX, el giro hacia un ideal de arte democratizado que, por ajeno que esto pueda parecer a la tradición romántica que domina el gusto moderno en la época, pone las bases también para lo utilitario, puesto que, en cierto modo, la obra debe bastarse sola para ser comprendida. O mejor dicho: al espectador le ha de bastar su saber del mundo, un saber general que incluye la intuición, el sentido común y los afectos, para acceder “democráticamente”, esto es, desde una teórica igualdad de condiciones que sería común al sujeto civilizado, para acceder al saber de la obra. Se accede al arte desde el mundo. El “capital cultural” se guarda en el armario ideológico de las vergüenzas, o queda limitado a ese capital “incorporado” que atribuye al erudito los méritos del aprendizaje personal.

Naturalmente, la cultura mantiene sus ritos de distinción. Estamos aún muy lejos del modelo populista que intentará forjar el arte oficial de los futuros regímenes socialistas. Pero el cambio operado reside en el papel de la codificación del bagaje erudito, que se convierte en asunto de “educación”, y ya no, presuntamente, de una herencia de clase. Las determinaciones sociales, la herencia –de patrimonio y conocimientos- quedan en buena medida disimuladas por las determinaciones personales. Por el trabajo de la persona cultivada. Ahora bien, lo que el romanticismo aporta a esta diferencia es el peso de la sensibilidad a la vez como guía y como objetivo. Lo que se cultiva no es el conocimiento de unos códigos, sino una capacidad de percepción estética intuitiva que ha de entrenarse a sí misma.

El arte modernista (es decir, eso que llamamos lo contemporáneo, con sus atributos de auto-reflexividad y ruptura con la transparencia de las representaciones: la alta cultura del siglo XX) toma como espectador modelo al sujeto cultivado, pero de un modo peculiar. La didáctica que propone trabaja mediante choques, reversiones provocadoras. Imagina al espectador como miembro de una burguesía demasiado segura de su propia idea del mundo, susceptible de ser epatada. Pero confía al mismo tiempo en una madurez de la comprensión por parte de sujetos individuales capaces de poner distancia sobre sus propias determinaciones de clase. Por otra parte, el arte modernista permanece en el territorio de lo romántico cuando propone un conocimiento del mundo en el cual se disuelve la diferencia entre exterior e interior, así como deviene anti-romántico cuando busca aun inconscientemente revertir los términos de la estética burguesa a un futuro anterior: se accede al mundo, esto es, a un saber, desde y por el arte. El arte querrá ser, de nuevo y con todas las consecuencias, algo que no dejó de ser pero que trataba de disimular: un saber trascendental por la forma.

En un principio, la sensibilidad romántica libera la forma, pero ésta queda a la vez sometida por la necesidad de expresión, frente al predominio anterior de los cánones (en esto la música es, una vez más, el arte que toma la iniciativa por delante de todas las demás: Beethoven como paradigma, Wagner como desarrollo extremo). Lo que somete a la forma no es ya por tanto la forma misma, sino la necesidad de comunicación. El arte comunica. Para ello, el papel del conocimiento (la erudición) ha sido sustituido por el reconocimiento: el espectador reconoce el espesor del mundo como complejidad abierta (pero susceptible de ser dominada) y se reconoce a sí mismo en la obra, en la medida en que halla proyectadas sus emociones en ella. La prioridad de la expresión abre un nuevo orden de semejanza: ya no con el mundo –cuerpo, paisaje, contingencia, temporalidad– tal como el arte lo representa en sus cánones de orden y belleza, sino con la subjetividad proyectada hacia el mundo.

Se trata de un gesto liberador que la cultura barroca ya contenía cuando menos en estado germinal, pero también de un mito que exige para su cumplimiento ciertas restricciones. Por muy subjetiva que sea una visión de Turner, su valor de uso requiere que sea también sugestiva de un modo inmediato, sin mediaciones simbólicas. Las formas alegóricas, las metáforas ultra-codificadas, los subtextos configurados como teatros de la memoria (cultural), se baten en retirada. Hasta hoy, cualquier propuesta artística que implique erudición genera desconfianza. La excepción se encuentra en los círculos minoritarios que no tienen “público” sino “sociedades” de iniciados que ya suponen un discurso erudito como primer nivel de la obra: así, en las galerías de arte o a la música de concierto actuales.

Es habitual que se explique como acción-reacción ese oscilar entre la exaltación emotiva y el realismo que atribuimos a la estética del siglo XIX, pero es menos frecuente que se preste atención a cómo ambas son, en buena medida, caras de una misma moneda. Para ver la relación de necesidad de este binomio, conviene pensar en aquél otro, tan conocido, que establece como fundamento del romanticismo la deriva de lo bello a lo sublime como ideal estético. Lo bello, esto es, la modulación imaginativa de un cierto canon de formas, de acuerdo a una norma exterior al artista, habría dejado paso a lo sublime como apertura a una experiencia extrema de lo real, como heroísmo interior del artista. Las consecuencias de este cambio de paradigma fueron vastas, y se mantienen en lo más profundo de nuestros placeres. De entrada, suponía una ampliación de la esfera del arte a todos los dominios, incluidos los del horror, lo grotesco, lo feo, lo abismal, lo alienado, lo alienante. Esta nueva anchura del gusto permite el desarrollo de la literatura fantástica, pero también del realismo decimonónico, ávido de representar lo marginal, lo disfuncional, lo excluido por el idealismo aristocrático. Pero sobre todo, atañe al papel otorgado a la subjetividad, considerada como filtro supremo que transfigura la totalidad de la experiencia en totalidad artística. A partir de ese principio, lo que una obra pondrá a prueba en el esteta será, ya no su agilidad sino su sensibilidad. Lo profundo es ahora de este orden: no el dinamismo intelectual que gusta perderse en laberintos cognitivos sino la hondura del sujeto capaz de sintonizar.

El cine narrativo, en su mayor parte, es un último episodio, de ese paradigma ininterrumpido, aunque sí asaltado sin piedad, desde el siglo XIX. De hecho, y puesto que se le mencionaba arriba, me permitiré un desvío: no es tan insensata la afirmación (he olvidado quién lo dijo) de que el llamado “cine clásico” lo inventó Wagner. El fundamento y el éxito del cine como espectáculo popular es la empatía, y su motor es la ansiedad de una resolución final que libere todas las energías concentradas en el drama. Aún hoy se tiende a llamar “lenguaje cinematográfico” a lo que ha sido el desarrollo y expansión histórica más rentable de un determinado sistema de desglose de planos para la empatía. No puede extrañar que ese “lenguaje”, o Modo de Representación (Institucional) o Código de Producción, se desarrollara inicialmente en los melodramas: Griffith sería el nombre a mencionar como hito de su fundación mítica. (Naturalmente, en Hollywood, desde donde iría arraigando su creciente monopolio al infiltrarse, no sin tensiones, en las prácticas diferenciales de otras industrias cinematográficas nacionales.) De ahí, por ejemplo, la tradición cinéfila que atribuye a Chaplin, con su pulsión melodramática, la categoría de “clásico”, y a Buster Keaton la de un “moderno” inconsciente de serlo. Charlot es íntegro y sentimental, y opone su energía creativa a las coerciones sociales. El desarrollo de cada filme de Chaplin sigue este balanceo perpetuo. Keaton es, sin embargo, maquínico: un sujeto sin interioridad que se adapta a un mundo-máquina para vencerlo –cada filme funciona, de hecho, como un gran dispositivo mecánico que inventa su propia lógica– y obtener un propósito (la chica deseada) que, al final, suelen ser objeto de alguna desopilante ironía (el post-idilio será… la condena del matrimonio). El móvil burdamente melodramático es objeto de sorna.

II
Todo esto parece alejarse del problema central (el cine de los Straub-Huillet), pero se dirige a definir las razones de un divorcio entre creación y público que afecta profundamente al criterio modernista del malestar ante la obra. Durante la exhibición de Fortini/Cani el pasado 7 de febrero, la idea planteada en la presentación acerca de la necesidad de un “manual de instrucciones” para el visionado, abrió llagas de escándalo entre una parte del público. Hay varias paradojas en esta reacción negativa. La primera podría ser definida así: el “manual de instrucciones” del cine de los Straub es menos anterior que interior a la propia película: se halla en la literalidad misma de sus formas, no en un secreto maliciosamente oculto en el tejido del filme, ni en las mentes de sus creadores, ni en una logia de iniciados. Sin duda el discurso marxista y post-colonial proferido largamente por Franco Fortini tenía resonancias mucho más poderosas hace 30 ó 40 años, y desde luego solicita una educación política –no necesariamente un fervor político. Pero cabe insistir aquí en la obviedad de que ese discurso leído y mostrado como escritura, está ahí mismo, puesto a expensas del entendimiento. Ahora bien, si la “dificultad” se halla en comprender por qué una película registra la lectura de un texto, se puede ofrecer como primera respuesta –sólo primera, mas nunca suficiente-: ¿por qué no?. Ambas preguntas, en principio hostiles la una a la otra, se dirigen no obstante hacia un mismo punto: qué principios, qué supuestos del cine “ofende” este proceder. Las resistencias más evidentes y frontales al filme, sin embargo, surgen precisamente como rechazo del espectador a hacerse preguntas sobre la forma.

La segunda obedece al siguiente corolario: toda película –todo objeto artístico– lleva adherido su ”manual de instrucciones”, pero en la inmensa mayoría de las películas que vemos, éste no se da a ver. Viene escondido en su propia velocidad de transmisión de acciones y afectos, y actúa subrepticiamente en la formación de una costumbre. Es preciso decirlo: las películas narrativas “normales” actualizan un diseño optimizado para la comunicación. Y aquello que se comunica es siempre una información sobre el mundo, no un sistema de formas que propugnen un pensamiento del mundo, es decir, una imagen pensante, un pensamiento-como-imagen específico, literal e intraducible. Sin embargo, la noción de arte, su gravedad inalienable en la conciencia moderna, se degrada sin remedio cuando prescindimos de lo intraducible de la forma, de un límite próximo a lo insoportable que sobrepasa el para qué de la mera comunicación.

Cierto, el “manual de instrucciones” de la obra modernista –y los Straub son modernistas por convicción, no por oportunidad– impone en un primer momento lo que la obra no quiere ser. Pero aquí ya adelanto algo que quedó en suspenso en un párrafo anterior. Difícilmente podrá bastar como sentido primero último de la poética de los Straub, de una poética en sentido general, comprenderla como un vaciado, o como hemos aprendido a decir, una deconstrucción del cine narrativo habitual. Hay, desde luego, una acción en negativo, pero simultáneamente una invitación positiva a otro placer. Un placer por el conocimiento, un placer por el objeto también. Un placer por el objeto mismo en tanto que conocimiento.

Sin duda que esa austera objetividad obtiene buena parte de su prestigio en la "norma" estética que identifica las formas rarificadas con el buen gusto moderno, más acá de ulteriores consideraciones teóricas. De esta forma, la teoría parece a veces servir de armazón legitimador de la imagen despojada de ornamentos. En el gusto moderno hay una voluptuosidad de lo vacío o de lo ultra-concreto, de la repetición de elementos mínimos que exhiben abiertamente su condición de módulo para una estructura abstracta. El prestigio de lo austero tiene en su origen los atributos virtuosos del ascetismo, del desasimiento y la ausencia de compromisos. La renuncia a la seducción. Pero es también el desnudarse para mostrar la osamenta, la estructura, el soporte, el mínimo común que se ofrece sin agendas ocultas. Habrá agendas (políticas en mayor o menor medida) pero estarán bien a la vista. Mas todo es domesticable: búsquese en Google la multiplicidad de usos de la palabra minimalista. Bresson, John Adamas, Robert Wilson; pero también los diseños de Ikea.

Lo que hallamos en un film de los Straub jamás pudo ser, hace dos o tres décadas, ni podría ser hoy domesticado o fetichizado por una sensibilidad á la mode (minimalista). Hay una seriedad aún más profunda que aparente, hay un espesor propio y singular en el trabajo intensivo sobre cada elemento formal, sobre el instante justo de cada corte de una imagen a la otra, sobre la configuración exacta de cada encuadre y cada inflexión ultra-ensayada de la voz que declama un texto.

III
El romanticismo es, entre otras cosas, la refundación de una idea, el Arte, que se empieza a gestar con el primer Renacimiento. Es de hecho su expansión total, pues todo lo humano le interesa, y es también su sacralización plena, pues supone la vía privilegiada de acceso al Todo. La alta cultura del siglo XX mantiene ese ideal aunque se revuelve contra el énfasis en la sensibilidad subjetiva. La modernidad recupera la idea del conocimiento, del bagaje, de la interdependencia de los datos culturales, para recuperar lo histórico frente a la soberbia romántica, que veía su tiempo como culminación y contenedor de todas las épocas. La modernidad exige que se vea el “manual de instrucciones”, el tesaurum de la cultura y el mecanismo material, los componentes de la poesía y sus junturas trabajadas, las bisagras y los herrajes, el rostro y la máscara. Brecht, en su teoría, llamó épica a su praxis teatral, por oposición al ilusionismo dramático. A veces el resultado, sin embargo, se ha parecido más bien a una reducción de la obra al propio manual (Duchamp inaugura esa tendencia disolvente). La didáctica de las formas deviene puesta en abismo y, en consecuencia, ironía del arte sobre sí mismo. Sin cánones ni subjetividades firmes, todo es posible, y por tanto nada es posible. El arte deviene inventario de las ideas sobre el arte, concepto puro. Y por último, negación de sí mismo.

El cine de Straub-Huillet se revuelve contra ese destino. Es fatalmente modernista. Es decir, romántico y anti-romántico, abocado por la voluntad de su programa y sus fines a esta dialéctica irresoluble (ninguna dialéctica digna de tal nombre se resuelve en una síntesis, a fin de cuentas). Es arte “creyente” frente al agnosticismo del arte con respecto al arte. En este sentido, el menosprecio (legítimo y previsible) de una parte del público en aquel pase de Fortini/Cani, no podía sino generar en sus defensores una sensación, también prevista, de melancolía.

El gran fracaso, la frustración, es la imposibilidad de una educación por la forma estética. Rara vez se tiene el atrevimiento de decirlo en voz alta, pero frente a la utopía de la educación como programa colectivo, reivindicamos ahora la alteridad radical de la experiencia estética. Lo irreductible de la experiencia personal, aun cuando confiamos en hallar cómplices, compañeros de viaje. Sólo nos queda eso. Decía Serge Daney que Barthes, a mediados de los 70, les liberó del fardo pesado de la “Gran Teoría” (marxismo althusseriano, estructuralismo, post-estructuralismo, textualismo: programas colectivos demasiado sofisticados) para redescubrir el placer. La herencia romántica se mantiene fuerte ahí mismo, en el placer, que es el mismo lugar en el que se hizo fuerte entre sus enemigos/amigos de las vanguardias históricas, y que es la condición irrenunciable y distintiva de toda cultura popular: ha de haber goce, siempre, pero, he aquí la diferencia que explica el cisma de alta cultura y cultura popular, no solitario. Ha de ser colectivo. Si no lo hay, la obra pasa automáticamente a la acera de los “alternativos”, de los placeres secretos.

La obra de los Straub-Huillet tiene para muchos de los espectadores que se le acercan, los atributos del displacer. He aquí un programa teórico llevado a la praxis, pero también y sobre todo una zona indómita frente a la teoría, una zona que es, de hecho, el terreno donde germina la posibilidad del arte. La seca objetividad del cine de los Straub, esa voluntad rigurosa, e incluso rigorista, de poner en serie la materialidad de lo cinematográfico, la concreción específica del paisaje, su momento mismo como paisaje lentamente registrado; los cuerpos nada bellos como cajas de resonancia de voces “del pueblo” que declaman textos poéticos, hermosas palabras depositadas en acentos fuertemente étnicos, todo eso y algunas otras cosas ofrecen, o al menos así es para algunos espectadores entre los que me cuento, una fuente de placer profundo que ninguna argumentación nos podría arrebatar. Pero es preciso, justamente, ver y oír todos esos elementos no traducidos en su literalidad. El “manual de instrucciones” no tiene sino ese principio básico. La evidencia de las razones que la forma propone (la política, la didáctica de la forma, la subversión de costumbres, la dignidad del fabulador, la dignidad del pueblo que representa, y es representado en, la salmodia del texto y su encarnación) es trascendida más allá de su condición de herramienta revolucionaria.