CUESTIÓN DE FORMAS. TARKOVSKI (artículo entero)

Por Luis Miranda

I

El salón de esta casa de madera levantada en la estepa litoral de Gotland, en Suecia, recuerda a algunos escenarios de Chejov, aunque sus habitantes se hablan con el cinismo de las criaturas de Strindberg. La enigmática María se acerca a la casa desde el exterior –un paisaje mínimo y contundente: hierba húmeda, algunos árboles inclinados y un cielo amplio y frío-, y a medida que la cámara sigue su caminar en panorámica y a gran distancia, un tintineo aparece en la banda sonora. Julia, otra criada más joven, observa una copa de cristal y al depositarla en la bandeja junto a las otras, el leve tintineo es ya un temblor alarmante. Así irrumpe de pronto el estruendo de la guerra: aviones o misiles que surcan el mismo cielo de La vergüenza (1968) de Bergman. Las cristaleras resuenan hasta que un bramido satura el aire del lugar, y los habitantes de la casa rompen la simetría escénica del salón para seguir la trayectoria con sus cuerpos, como intentando ver esos objetos fragorosos a través del techo. Al dirigirse hacia las ventanas, se mueven de acuerdo a una coreografía de direcciones cruzadas que la cámara de Andrei Tarkovski sigue con sucesivos giros en panorámica al tiempo que se aproxima a la jarra de leche que hay sobre una estantería del aparador que ocupa el centro de la pared principal. En ese estado de temblor, la gran jarra se inclina. Corte a nuevo plano: la silueta apenas entrevista de alguien, hace de telón para un repentino salto de montaje hacia delante, más cerca de ese objeto que cae en ralentí y que con estrépito se derrama por el suelo de madera brillante. Nuevo corte: Alexander, en el exterior, inclina su cuerpo hacia lo que aparece en imagen como una pequeña maqueta de la casa que tiene ante sí, arquetípico hogar “construido con sus propias manos”. La curva sonora del bramido del reactor, la visual de la caída del objeto y la del propio cuerpo de Alexander, de espaldas a la cámara, forman una sola y misma línea.
Como sucede con esta secuencia de Sacrificio, los grandes momentos del cine de Tarkovski están casi siempre asociados al corte de montaje, a la interrupción repentina de un plano o al paso de una imagen a otra. Hay aquí siempre una discontinuidad y un continuo de movimiento. Una enigmática línea de traslación que unifica distancias no sólo espaciales sino temporales. Pero entre una imagen y otra se suele instalar una ambigüedad aún más profunda. Ambas pueden pertenecer a dimensiones diferentes, la de lo real y lo imaginario, la del sueño o la vigilia, la de la representación o el “símbolo”. El temblor de los objetos, el líquido que se vierte, el cuerpo que al doblarse recorre un espacio cuya estructura es, en sí, onírica: la casa, su reflejo invertido en un charco y, finalmente, la réplica del edificio en miniatura, como un doble monstruoso o como un objeto votivo. En la deliberación de esta rúbrica que envuelve distintos espacios en un solo gesto de contemplación, aparece una potencia nueva. Es la hierofanía, la visión inefable de algo misterioso o sagrado.

Hierofanía es un vocablo compuesto de dos palabras griegas: hieros (‘ηρος), que significa “sagrado”, y faneia (φανεια), que significa “manifestar”. De acuerdo a su etimología, la palabra designa la manifestación de algo sagrado. Fue acuñada por Mircea Eliade en su Tratado de Historia de las Religiones para referirse a todo lo que hace visible lo sagrado a través de algo mundano. Más ampliamente, se refiere al hecho de que una realidad natural haga presente por sí misma, para ciertas personas o comunidades, una realidad completamente distinta, trascendente, sagrada. Todo aquél que conozca la obra de Tarkovski sabe hasta qué punto sus visiones están vinculadas a la manifestación de las “cosas naturales”, a su proliferación como materia rezumante. Bajo la forma de una humedad bautismal o de una zarza ardiente, todo se halla en trance de ser degradado en el mundo. Pero es necesaria esa rúbrica, esa línea que otorga al mundo una especie de respiración, para que acontezca la hierofanía. Tarkovski no tiene problema alguno en dar forma a la naturaleza para hacerla sagrada. Su idea del mundo puede ser platónica, pues concibe una distancia entre lo verdadero y lo real. Su proceder es sin embargo aristotélico, y eso lo recupera para la modernidad: se hace precisa la forma, una estructura fuerte que permita organizar las cosas naturales para así imaginar –dar imagen a– lo inefable.

La forma es esa rúbrica: una contigüidad de movimientos, densos y leves a la vez, que enhebran por montaje las visiones. Así unidas, esas visiones se tornan necesarias: hay una estructura fuerte que hace de cada espacio o configuración de objetos una presencia móvil, dotada de aliento y de una intensidad tal que abisma al ojo para el que se da, ya sea leche derramada o agua reflejando la casa que habrá de arder. Deleuze explica por qué este cine era nuevo, y se puede añadir: de una modernidad que se debate y rebela contra sí misma. Nos habla de aquel cine hecho de “imágenes ópticas y sonoras puras” que aflora tras la guerra. Según su razonamiento, el cine moderno deriva de “los espacios en ruinas o abandonados”, ejercita en consecuencia “todas las formas de ‘merodear’ que han sustituido a la acción”, y testifica “en todas partes el crecimiento de lo intolerable”(*). Ahora bien, este orden de signos nuevos no se define tanto por lo que las imágenes muestran sino por la forma en que se relacionan unas con otras. Es decir, por la forma en que reproducen un vínculo entre los hombres y el mundo. Y ese vínculo está del lado del pensamiento sin dejar de lado lo físico y lo factual.

Si la percepción óptica y sonora pura ya no puede prolongarse en acciones, lo hará “con una imagen virtual, una imagen mental o especular”. Si el neorrealismo había ofrecido imágenes “reales” de la Europa derruida, su principal valedor, Rossellini, hará decir más adelante a su heroína en Europa 51: “he visto una fábrica, pero me ha parecido ver unos condenados”. Hay aquí un estadio inicial, acaso tan sólo enunciado, de la naturaleza de la nueva imagen, es decir, de la imposibilidad de decidir entre lo real y lo imaginario. Ya no estamos ante un cine de acción sino de seres inmóviles que, en lugar de “actuar”, ven. Se transforman en videntes que ya no producen el acontecimiento sino que lo padecen. Éste es, en fin, un cine “de videncia”. La leche derramada es una visión, un repentino cobrar vida que sobrepasa su causa (la tierra que tiembla bajo el bramido de las armas en el cielo). La casita en miniatura es también una visión, incluso cabe definirla como una aparición semejante a la de los “fantasmas” que invadían las vidas de los cosmonautas habitantes de Solaris, el planeta pensante. Pues hay también aquí, en Sacrificio, una contigüidad de sustancias líquidas que bañan la pantalla hasta cristalizar en ese objeto, la maqueta, que Alexander se inclina a ver con un gesto que parece una reverencia o una caída, y que se le antoja oscuramente perverso.

II

El protagonista de Andrei Rubliov encarna como nadie esta figura del vidente, por su condición de artista pero también porque el suyo es un peregrinaje acorde con la sensibilidad del nuevo cine. Aunque la película toma la figura del gran pintor de iconos incluso para darle título al relato, no será la Rusia del siglo XV la que explique al personaje ni éste quien la represente como su quintaesencia. Andrei parece tan sólo un intermitente compañero de viaje, iniciador esquivo de sí mismo y de nuestra mirada, arrastrado y atrapado entre el tumulto de aquella Rusia y una conciencia que se mantiene suspendida, expectante, y que no siempre cabe identificar con la conciencia de Andrei, sino con una forma de impregnación de ese mundo que es y no es Andrei. Ejercicio maestro en el arte de la oscilación, Andrei Rubliov dispersa situaciones, visiones, personajes y digresiones sobre la función del arte y sus vínculos con la ideología dominante a lo largo de ocho episodios. Una obra maestra posterior como El espejo organizará recuerdos íntimos en torno a un centro que siempre se escurre (el Autor), pero ya Andrei Rubliov desprendía sus visiones de la adherencia al personaje y a él las devolvía en un mismo movimiento, en un fluir de la conciencia sin anclaje. En ese juego de la subjetividad sin sujeto, la apuesta es el acceso del pintor y del propio relato a una cierta verdad artística. Nada más alejado de un 'biopic' sobre un artista que este filme que no explica a su protagonista, sino que lo toma como un testigo absorto pero nunca indiferente en la contemplación del mundo. Como ejercicio de contemplación que acompaña y mira también al contemplador en su mutismo y soledad, que fluye entre su presencia, su videncia y su ausencia, Andrei Rubliov tiene algo de torbellino y algo de paseo: toda ella, excepto al inicio y al final, discurre a pie, con paso de vagabundo, mientras despliega una gigantesca panorámica de época que devuelve a la Historia esa complejidad narrativa que el ‘cine histórico’ tradicionalmente le usurpa.

Semejante balanceo se extiende hasta el extremo de hacer del "falso movimiento" la figura característica sobre la que reposa la verdad del relato. El monje Kiril, en primer plano, atraviesa una plaza pública mientras se tortura a un hombre. Él permanece abstraído, sumergido en sus propios pensamientos. Cuando entra en un templo en penumbra, se encuentra con el pintor Teófanes el Griego tumbado a todo lo largo sobre un arcón. Parece muerto, pero sólo está profundamente cansado. Kiril se admira de las pinturas que ve a su alrededor. (Sólo él las ve, no el espectador, puesto que permanecen siempre fuera de campo). Teófanes, desanimado, anuncia que éstas pronto serán recubiertas de aceite de linaza cocida. Un Kiril extasiado se acerca a una gran tabla con un Pantocrátor que aparece desde la oscuridad reinante. La escena se articula en torno a una serie de suaves panorámicas que permutan la presencia de cada uno de los dos personajes en el plano mientras dialogan. La cámara encuadra y sigue a uno o a otro, o les hace compartir plano, alternativamente, al compás de una precisa coreografía que logra “aislar” las palabras, o al menos desplazarlas respecto de su valor comunicativo. Pues los rostros y las palabras no se buscan. Puede que habiten el mismo espacio, pero no un mismo tiempo: los monjes se hablan para escucharse a sí mismos. Cada uno de los movimientos de los personajes y cada gesto de la cámara da cuenta de un movimiento –complejo, errático- del pensar. Tenso, introspectivo, ensimismado el de Kiril; nervioso el de Teófanes, que oscila entre una quietud escéptica y una agitación de pesadumbre.

Cuando Teófanes increpa a la multitud que asiste a la tortura en la plaza, aparece un inserto del infortunado cubierto de heridas. Pero la voz de Teófanes se sigue escuchando con la misma reverberación que en el interior del templo y las voces de la turba permanecen en un punto lejano. Dicho de otra forma: se mantiene la perspectiva sonora (un interior) a pesar de que ha variado la visual (el exterior). De modo que este inserto adquiere un valor singular por la discontinuidad que introduce. Es una visión, por más que se “limite” a dar cuenta de un hecho que está aconteciendo efectivamente allá afuera, en ese mismo instante. Vemos entonces a Kiril en primer plano, cuando parece estar contemplando al irritado Teófanes –y lo parece sólo porque así se nos mostraba en el plano anterior a la imagen de la tortura–. Sin embargo, ahora es al Pantócrator al que dirige la mirada –más al objeto que a Aquello que ese objeto representa–. Mirada absorta y no obstante burlona. ¿Qué motiva esta actitud? Kiril piensa tal vez en Andrei, a quien envidia. Piensa en sí mismo, por tanto; piensa en la (im)posibilidad de pintar un icono –que en este caso, no es de Andrei– de esa manera.

Así pues, un hombre es despellejado fuera del templo, y Teófanes el artista protesta desde una ventana. Mas la imagen permanece del lado de este oscuro, abstraido monje Kiril ante la representación majestuosa e impersonal de Dios. En el arrobo de Kiril, el ambicioso, la agonía del infortunado no estorba porque la obsesión por el icono, esto es, por la Idea y su condición inalcanzable -pero también por la misión del pintor avasallado en su vanidad- pesan más en él que la realidad misma. Kiril menosprecia el valor de Andrei Rubliov como artista: “en las pinturas de Andrei no hay temor”. Esta sentencia misteriosa será ratificada por el film, pero con matices: Andrei es aquél que se alza trabajosamente sobre las Ideas, aquél que se pone de espaldas a ellas incluso (un plano del joven ante un arroyo ilustra su actitud literalmente) para mirar la vida. El hombre al que se le aproxima la posibilidad de la hierofanía, aparece siempre de espaldas en las películas de Tarkovski. De espaldas se dobla Alexander para reunir el bramido que anuncia la hecatombe con la doble imagen de su hogar. Y los peregrinos a la Zona de Stalker aparecen también de espaldas cuando el viaje comienza. Hay toda una galería de cráneos, cuellos, hombros, que son como cajas de resonancia de una interioridad que se vuelve más “ruidosa” cuanto más intransferible.

En este balanceo de la mirada, entre lo exterior y una interioridad atenazada, se mueve el propio Andrei. Pero a su alrededor todo es luz. Andrei también sufre de parálisis artística y pesadumbre, pero por razones inversas a Kiril, el monje que se siente cómodo en las cavernas del templo. Sólo al final del filme comprendemos que Andrei Rubliov abarca el período de un largo aprendizaje vital que sólo puede darse mediante una tortuosa exposición del alma a la intemperie.

III

En cualquier caso, el balanceo, que es también esta lateralidad de la cámara que sigue a un personaje-vidente para incluir sucesivamente su propia mirada y al vidente mismo en su interior, constituye el sistema completo del filme y, en realidad, de la obra entera de Tarkovski. Hay siempre un flujo entre lo que podría parecer “imagen objetiva” e “imagen subjetiva”. Entre ambos polos se establece una dialéctica cuya mejor cualidad consiste en la denegación de sí misma: ni objetivo ni subjetivo. Ni interior ni exterior, ni sueño ni vigilia. Ambas cosas a un mismo tiempo. En las cabezas en primer plano resuena el mundo, y el mundo es lo que esas cabezas no logran ver. Los territorios marcados de esta manera mezclan sus atributos, borran sus lindes.

Vuelvo a la idea del montaje, porque es el corte lo que singulariza la especial densidad visionaria de un travelling en Tarkovski. El corte sobre un movimiento ya iniciado (Alexander de nuevo, en la imagen ya descrita) o sobre un movimiento que se corta repentinamente. El movimiento de la cámara implica un tiempo vuelto hacia sí mismo, pues no obedece a la acción sino que entabla relaciones puras de armonía con el espacio. Y asimismo el corte obedece a una lógica del sueño, o de la imaginación, que es la de una discontinuidad, un salto que se da como necesario por más que asocie dos imágenes heteróclitas. Necesario, decimos, por su determinación, por la exactitud que el corte imprime con su plasticidad, o con lo que G. Steiner llamaría “una elocuencia de articulación”. Lo que el corte articula necesariamente es, entonces, una intensidad de presencia. La joven madre del Autor en El espejo ha visto cómo el médico se alejaba por la pradera. Cuando la imagen de esta mujer reaparece, ensimismada, el salto de eje propiciado por este nuevo ángulo de toma no designa tanto el mero dato de un mirar abstraído hacia el fuera de campo (la pradera) como un estar ahí del rostro, bajo esa luz que devuelve a la situación su sentido profundo: la no pertenencia de esa mujer triste a la ocasión ofrecida, al presente vivido. Aquí la errancia no se da en el espacio, sino en el tiempo. En ese primer plano hay una mujer tan repleta de memoria que parece enferma. Pero su imagen es asimismo tan intensa que no puede sino representar por igual una memoria del relato (la del Autor, acaso) en trance de hacerse, de perpetuarse en la contemplación (el recuerdo actual, vibrante) de ese rostro.

Mas no sólo el corte, sino el ensamblaje que propone entre las continuidades “naturales” del sonido y la imagen, cuando se solapan engañándose el uno a la otra y viceversa: así, la voz “en primer plano” de Teófanes sobre la imagen muy cercana del torturado, tan lejos sin embargo del cuerpo del monje. A menudo este ensamblaje discordante se ejerce sobre el espacio mismo, sin cortes, para efectuar un ambiguo, indecidible montaje de tiempos que tal vez sólo Tarkovski haya sabido articular. Cuando el cosmonauta Kelvin, recién llegado a la estación espacial del planeta Solaris, penetra en la estancia del científico suicida que no pudo soportar la convivencia con sus íntimos “aparecidos”, la cámara efectúa una lenta panorámica que equivale a la mirada del visitante, aunque para ello ha de excluirlo en el fuera de campo. Sin embargo, luego lo incluye de nuevo en imagen, pero en el lado contrario del encuadre. El resultado es absolutamente perturbador: el cambio de emplazamiento del personaje es inesperado porque no responde al trayecto que atribuíamos por defecto a su mirada, de modo que la figura de Kelvin aparece, en cierta medida, duplicada. La cámara sugiere así una condición propia del “fantasma”, pero también la posibilidad de un tiempo vivido diferente del empírico que contiene la duración “real” del plano. Ese instante contenido en la panorámica ¿equivale en la ficción a los varios segundos que dura la toma, o a una duración mayor, mucho más extensa?

Poco después, Kris descubre la insólita presencia de una niña. Él la persigue por la estación espacial, hasta que la niña se pierde tras una puerta. La imagen de esa mano adornada con cascabeles mientras cierra la puerta tras de sí, aparece como plano “subjetivo” porque lo anclamos en el punto de vista de Kris. Hasta que el cosmonauta entra en cuadro, abre la puerta y descubre el cadáver congelado del suicida Guibarián. La cámara no se desplaza, sino que efectúa desde el mismo emplazamiento un lento zoom hacia el rostro del muerto cubierto de escarcha. La mano de Kris descubre y vuelve a cubrir ese rostro con una sábana de plástico. De nuevo un zoom, pero esta vez de retroceso, nos devuelve a la perspectiva inicial, ahora con la puerta abierta. El cuerpo de Guibarián, en escorzo, con las plantas de los pies en primer término, se asemeja al Cristo Yacente de Mantenga, pero en soledad. Kris ya no está en esa angosta morgue, sino en algún punto momentáneamente indeterminado, fuera de campo. Está, de hecho, ya fuera de la habitación: lo advertimos en cuanto él cierra la puerta.

¿Qué cosa guía esa visión móvil que se sujeta o se desprende, alternativamente, de la posición del personaje? En principio, se diría que es éste quien obtiene así una extraña ubicuidad. Como si habitara el espacio “mentalmente”. Con otro cuerpo. La película en sí, se insinúa como un doble del personaje, precisamente en este relato de seres dobles generados por un océano pensante. Se trata de una idea que El espejo desarrollará en profundidad, pero que, como todo en Tarkovski, pertenece al ámbito de lo indecidible.

Sin embargo, a diferencia de lo que sucede con los explícitos saltos de perspectiva o de posición de los seres en la imagen, este desafío de la homogeneidad del tiempo es aún más ambiguo, puesto que no se resuelve al desvelar un “falso movimiento”. Por su elasticidad se asemeja a la percepción del tiempo en un estado de hipnosis o somnolencia que, no obstante, se diera aquí a través de un estar ahí extremadamente concentrado, atento. Precisamente es el doble una de las figuras típicas de la imagen mental en Tarkovski, es decir, un imposible que disuelve las diferencias entre lo sucesivo y lo simultáneo. (La posición duplicada, en primer término y en profundidad, dentro de una misma toma, es uno de los atributos característicos, por ejemplo, de los ¿sueños? ¿recuerdos? del compositor ruso exiliado en Nostalgia. Y al final, tras la muerte, el cielo será un retorno a la tierra amada, pero bajo una aterradora forma virtual, análoga en todo punto el hogar fantasmal recreado por Kris sobre el océano de Solaris).

IV

No se insistirá nunca lo suficiente en el hecho de que lo psíquico sólo es en este caso una analogía a partir de la cual suponer la forma, y que la forma es una cierta posibilidad del mundo cuya expresión es singular: sólo puede ser audiovisual. Se puede mencionar la palabra “sueño” pero a modo de semejanza o aproximación para dar cuenta de una forma concreta, perfectamente necesaria y sin embargo indecidible en lo que respecta a los significados. Ya en su primer film, La infancia de Iván, los sueños del muchacho-soldado eran germinados a partir de un contacto: la mano de Iván mojada por las goteras, por el agua del sueño –como la mano del escritor en Stalker, reposando su cansancio sobre un arroyo estancado-. Es cierto que será ésta la primera y última vez que Tarkovski proponga una dualidad de este orden, tan general y evidente, tan nítidamente simbólica: la infancia perdida de Iván, aquel tiempo de la madre y de los juegos, es un sueño bañado de sol. La guerra es por el contrario un paisaje inmediato y crepuscular que se nos da de este lado y no de aquél, sin la impronta de una imaginación que se instala sin cesar en los placeres inmediatamente anteriores a la catástrofe. Andrei Rubliov desarmará ya cualquier dualismo: lo real tendrá ya una forma abierta, móvil, que incluye la visión, la forma de la hierofanía. Y que se mezcla con ella.

Y en Solaris el pensamiento se habrá materializado definitivamente, gracias a un océano que hace surgir dobles exactos de los seres soñados por sus visitantes. Tal y como propone la novela de Stanislav Lem en la que se basa el film, estas réplicas no sólo habitarán lo real. Hary, la réplica exacta y exactamente viva de la difunta esposa de Kris, es real en la medida en que tiene conciencia de sí misma. Ella desea los deseos de la Hary “auténtica”, experimenta recuerdos ajenos ante los que reacciona con miedo y vergüenza. En este punto, la película de Tarkovski sobrepasa ampliamente su referente literario. Si la opción de Kelvin ante el inesperado contacto, es “ser humano en una circunstancia inhumana” y aceptar la deuda con su propia memoria, la experiencia misma de un estar ahí, abocado a la arbitrariedad de la aparición pero también al calor de su contacto, de su carne, es lo que convierte esta película en una experiencia límite del relato cinematográfico.

Cuando al fin obtenga el permiso para filmar El espejo, Tarkovski no desaprovechará la ocasión: el relato abandona radicalmente los pretextos narrativos de la Historia o de la ciencia-ficción para introducirse en un memorialismo confeccionado con escenas sin resolución, amplios fragmentos discontinuos de una biografía real que se da a sí misma los atributos de lo imaginado: una presencia (la madre/esposa), una ausencia (el padre) y una constelación de visiones giran en torno al permanente lugar en off del Autor. El espejo exhibe mejor que nunca el talento de su autor para la hierofanía, el acontecimiento inefable que no se deja reducir a la pura visión subjetiva porque su intensidad de presencia llega al punto de trascender al sujeto que ‘ve’. Este don de ver misterioso invoca lo psíquico (el héroe sueña, el héroe imagina, el héroe recuerda, el héroe tiene una visión) y lo meta-narrativo (en El espejo, el relato sueña o incluso se sueña, etc.) para, al mismo tiempo, desactivar cada una de estas coartadas.

Su siguiente película, Stalker, toma de nuevo como base un relato fanta-científico, en esta ocasión firmado por los hermanos Strugatsky, en torno a una especie de profeta de la Zona, un lugar prohibido, devastado por una descomunal explosión, sobre el que circulan rumores sobre extraños sucesos y especialmente sobre una misteriosa habitación que hace posibles los más profundos deseos de aquellos que la visitan. En Stalker, Tarkovski logra poner en escena su más radiante iconografía del deshecho, la ruina y la naturaleza proliferante. Pero también su más explícita diatriba en torno a la fe y en contra de la razón instrumental como institución del poder. (Stalker será de hecho la última que dirija en territorio ruso). Sobre este tapiz cerrado en sí mismo, la película escenifica la confrontación entre el falso ironista y el loco de Dios. El falso ironista es el cínico, aquél que no toma la ironía –esto es, la facultad del desdoblamiento de uno mismo en personaje a observar- como una actividad sino como un lugar donde acomodarse. Y el loco de Dios está muy lejos de aquel “hombre verídico” de Nietzsche que, en principio, sería lo opuesto al ironista. El loco de Dios no es el individuo severo que valora la Verdad, sea ésta la del historiador, la del científico o la del teólogo. Es más bien un visionario angustiado por su propia visión, por la condición indecidible de un conocimiento insoportable.

El loco de Dios habita el delirio, que es lo último que el “hombre verídico” puede aceptar. Desde Andrei Rubliov hasta Sacrifico, todo el cine de Tarkovski pone en escena la transición entre estos estados. Entre el falso ironista y el genio delirante. En ese devenir, el dramaturgo Alexander, el pintor Rubliov, el musicólogo de Nostalgia, el propio Autor en El espejo, deambulan por espacios que son como ofrendas o templos mentales, y sueñan visiones que serán hierofanías de la memoria íntima. En ellas, la naturaleza, los lugares y los objetos se invisten de una fuerza tal, que muchos espectadores quieren ver en ellos la gravedad de un símbolo hermético. Pero lo que se despliega en esta gravedad es una gran forma, un conjunto de movimientos tan singulares que hacen saltar las alertas del significado. Pues ¿qué simbolizan el agua o la leche derramada, la cabaña que arde, el armario cuyo espejo se torna hacia el vidente? O más bien: aun dejando reposar en ellos la insinuación del símbolo, ¿no radica su potencia en lo que no “dicen” al tiempo que intensifican la experiencia de ser, ahí mismo, entre las cosas y los paisajes, en una especie de plenitud que se parece a un latido del mundo? Más aún: es la experiencia de ver y de verse, pero siempre en tránsito. Es decir, de ser demasiado para estar, y de querer estar más allá, o más atrás, en un origen sin la gravedad que pesa sobre la tierra. La sabiduría que solicitan las películas de Tarkovski pertenece, entonces, más al orden abstracto para el que la música nos educa, y menos al orden gobernado por el logos y los prestigios de la palabra.


(*) Gilles Deleuze: La imagen-tiempo. Estudios sobre cine vol. II, Paidós, Barcelona, 1986.


Versión revisada y corregida del texto publicado en La página, 69/70: Andréi Tarkovski (Gregorio Martín Gutiérrez / Joaquín Ayala, eds.): La Página Ediciones, S.L., Sta. Curz de Tenerife / Madrid, 2008.