jueves, 17 de mayo de 2012

ALUMBRAMIENTO. Naomi Kawase (III).

(Este artículo fue publicado en el libro Cineastas frente al espejo, editado por Gregorio MARTÍN GUTIÉRREZ [TB Editores / Festival Internacional de Cine de Las Palmas de Gran Canaria, Madrid, 2008])



III

Al mostrarse a sí misma en los lugares que nunca fueron su hogar, Naomi ya escenificaba en Ni tsutsumarete su necesidad de pertenencia, y también el silencio, el vacío al que se conduce. La voz notarial, por ejemplo, haría las veces del detalle pintado sobre tela que permite imaginar todo lo que falta en el cuadro. Pero también condensa con su objetividad, no sólo el deseo de constatación sino sobre todo el deseo de repetición que agobia a una joven despojada de espejos en los que mirarse. Finalmente, se atreverá a descolgar el teléfono y llamar al padre. La respuesta de éste, sorprendido, es indecisa: se trata de un acontecimiento muy perturbador para ambos, pero por razones bien distintas, puesto que además de no esperar esa llamada, él no la necesitaba. En ese momento la imagen de Naomi, descompuesta como en un espejo troceado, culmina en una especie de clímax la serie metáforas del doble que atraviesan la cinta. Ella tal vez sólo intentaba habitar la misma nada, transferirse a sí misma algo de la ausencia del padre. Rebajar la propia existencia para igualarse a él y hacer viable el sentido.
De esta compleja combinación de materiales asincrónicos (sonido e imagen, momentos pasados y simulaciones de cosas memorables) no se extrae sin embargo una imagen dialéctica, ni siquiera una impresión de complejidad susceptible de interpretación, sino acaso tan sólo un delicado equilibrio de contrastes y deslizamientos –sobre todo, de deslizamientos- entre la requisitoria de una mujer joven que desea resolver el puzzle de su propio origen, y su impulso de completarse a sí misma en lo que no puede ser narrado: en lo que simplemente es. Una cohabitación sutil y necesaria, en fin, entre la conciencia de sí, y la utopía de una permeabilidad absoluta y gozosa con el conjunto de lo existente: la imagen-piel que vibra con modesto, enternecido asombro.

            En este sentido, se entiende que la representación que hace Naomi de sí misma sea del orden de la autobiografía tan sólo por alusión, puesto que sólo esboza un relato posible (“¿por qué mis padres me abandonaron?”) para aludir a las zonas de ausencia. El yo que aquí se mueve, busca, mira y encuentra, se define tan sólo por su voluntad de contacto, no por su “historia”. Hay, eso sí, una voluntad de auto-retrato, pero no a través de la exhibición del yo sino a través del paisaje que habita o lo afecta a cada instante; a través de aquello que ese yo insiste en mirar. Parece evidente que la palabra “autobiografía” tiene poco lugar en Ni tsutsumarete (como en su epílogo compuesto casi diez años después, tras la muerte del progenitor: KyaKaraBaA). En términos generales, la auto-representación que propone el cine privado, en general, escenifica por omisión un límite narrativo: el acto de filmar implica de por sí una recolección de la experiencia en vivo, en devenir. Las imágenes de este tipo, son anotaciones no predictivas.
Dicho de otra forma: la “lista” de cosas “nombradas” por el ojo de Naomi al azar, podrían ser otras, pues sólo las reúne la inclinación momentánea de la cineasta. La enumeración consigue generar ese mínimo de sentido al que ya he aludido antes; más aún, provoca la ilusión de no intervenir, de no utilizar lo real. Remite a la posibilidad de un lenguaje originario, sustantivo, pre-articulado, pre-verbal. Anterior al uso del verbo y a la expansión de los adverbios, de los matices, de lo pensable sin objeto.
            Y sin embargo, esta experiencia primigenia flota sobre un antiguo mar de metáforas y cansancios. Lo que nos ofrece se asemeja a un camino de retorno que, en cierto modo, sólo ahora vislumbramos, tras ser explotadas y ya tal vez agotadas las vanidades de lo novelesco. Sabemos demasiado de los mecanismos de la narración, y este “exceso” configura el placer del relato mínimo.
Se trata entonces de acercarse tanto a lo real, a lo informe, que lo simbólico pueda ser rescatado del exceso de uso. Y ello precisamente gracias a que lo real –una foto o un árbol- está allí, en su momento y lugar, tentador como el inicio de un cuento, pero irreductible a las maniobras del impulso narrativo. Tal como escribió Roland Barthes, “el acontecimiento no se sobrepasa jamás para pasar a otra cosa”[i].

Camino inverso del diario íntimo: el acontecimiento arquetípico, por crucial que sea, conduce al acontecimiento realmente vivido, nunca al revés. Eso permite descartar, por ejemplo, el interés por los motivos y circunstancias que llevaron al padre de Naomi a abandonar a su familia. Lo crucial es el momento en que Naomi se interroga acerca de este hecho. Es su actividad singular, ese “yo me pregunto, yo busco, yo imagino”, lo que ella filma, para así constatar que, entre tanta ausencia y pese a todo, ella existe.
Luego el montaje podrá hacer el trabajo de la rememoración, que es siempre un ejercicio de creación de sentido (aunque éste pueda ser la ausencia de sentido). En Ni tsutsumarete la biografía sostiene la composición del film, pero porque ésta es precisamente aquello que falta. Los restos del pasado son sólo restos, y su poder de evocación se cifra en lo mucho que callan. La foto del padre no se distingue en esto del brote de una planta en el jardín de la abuela, porque ambas cosas no son sino instantáneas de algo en devenir. Naomi las toca, porque se “alejan”. Tienen aura.

No hay contradicción entre el hecho de que Naomi se vea a sí misma a través de su propia insuficiencia, a través de un no saber, y que podamos extender esta condición a un sentir cultural de la contemporaneidad, doblegada a la presión de un saber “excesivo”, y que imagina en consecuencia la posibilidad de algún saber no-narrativo. Ambas cosas, no-saber y el saber no-narrativo, prácticamente equivalen. Y de hecho, el cine privado puede tomarse, al menos con respecto a la Institución Cine, como una práctica de resistencia a lo simbólico (pues no hay nada más simbólico que la presunción de la autonomía de un relato, consustancial a lo novelesco y, por extensión, a la propia Institución Cine). Con respecto a la Institución Arte, el cine privado avanza en una dirección en cierto modo opuesta, porque insinúa un repliegue hacia una zona mínima de significado que sólo puede contemplarse en su desarrollo temporal. Zona mínima, pero contundente; parlante, encarnada y ajena, en un principio, a la conceptualización –la cual supone un ejercicio riguroso de distanciamiento-.
En los trabajos de Naomi, la impresión de simplicidad se encuentra con la no-inocencia del espectador, el cual halla en sus imágenes la liberación de ese saber “excesivo” (sobre la cultura, sobre los relatos conocidos o posibles, sobre las interpretaciones del mundo y sus enmiendas). El deslizamiento de lo íntimo sobre la superficie de cosas que vienen dadas por sí mismas, remite allí a un primer descubrimiento. Naomi quiere nacer a las imágenes de nuevo, darse a luz. O dicho de un modo muy sintético: cambiar el dolor de ser por el asombro de estar. Hay de hecho una paradoja abismal en la concurrencia de dos movimientos del espíritu en el interior de un mismo gesto: de un lado, la simultaneidad entre la imagen y el mundo, y del otro la actividad íntima de coleccionar, de guardar la imagen en el interior de una memoria sensible, no verbal, en proceso de hacerse. Como se ha visto, Naomi contempla y a la misma vez, de forma consciente, fabrica recuerdos: esto es algo que reproduce de forma elocuente las implicaciones del acto mismo de filmar. Aquello que el ojo-cámara experimenta, al mismo tiempo desaparece virtualmente, pues el gesto que lo almacena anticipa esa misma fugacidad que pretende salvar. Si todos nos hemos apresurado a fotografiar un arco-iris con el apuro que da su inmediata desaparición, Naomi actúa de un modo semejante cuando intenta retener la inmovilidad misma de lo quieto. Ella pasea con su cámara, pero pasea muy despacio. Se dice que, de hecho, somos nosotros mismos los que padecemos un exceso de fluidez, una movilidad que se parece demasiado a la movilidad del pensamiento. El zen aconseja ciertos estados de quietud precisamente para exorcizar este alejarse de las cosas. No se trata de acceder a la quietud absoluta, porque ésta no existe: nada permanece, y si sólo esto precisa de un esfuerzo de entendimiento –diría un maestro zen- entonces la cosa va por mal camino. El pensamiento, sin embargo, provocaría esta otra paradoja: la aparente continuidad de su movimiento nos convence de la unidad del ser, de la identidad inmutable de las cosas. Naomi quiere detenerse más, mirar más. Transita su orfandad y se pregunta “¿quién soy?”, pero se resiste a los consuelos de lo narrable. Prefiere rastrear las huellas de lo exterior y medir su propio hueco: su manera de filmar recorre todas las dimensiones, desde lo diminuto a lo inabarcable; desde el detalle hasta el paisaje, y en todos los casos es posible sentir que cada imagen devuelve al ojo que filma, su propia medida, su escala humana. Y no para afirmarlo como centro, sino como vaciado, como voluntad de vacío que desea llenarse de lo que ve. Las imágenes de Naomi no sugieren, en este sentido, un trabajo idealista de despojamiento, porque el vacío que designan dista mucho de ser una figura asbtracta como el cero, sino más bien una actividad de apertura. Un silenciamiento deliberado, que deja fluir también la emoción, la psique.
Naomi se embelesa al filmar objetos (las flores), los cuerpos (su abuela sonriente o desnuda, con la piel ajada y viva) y la luz (siempre, una y otra vez, el sol de invierno quemando la imagen) con el deseo de salvar la separación. Al mismo tiempo, esboza una separación de sí misma, una fisura que tiene que ver con la conciencia de la duración, y por ahí se cuelan los fantasmas. En la plenitud del instante filmado, de pronto irrumpe el balbuceo: nombrar, llorar. Cantar una canción infantil: algo perdido. Hay entonces una ebullición discreta de la vida íntima, una densidad concreta de la experiencia. Y en ese álbum de instantes plenos, se deja intuir también algo secreto, algo parecido a la culpa. Pura orfandad. Sin justificaciones ni pudor ni desde luego coartadas psicológicas. Dudo que haya error en afirmar que la gran figura de estilo en Naomi es en realidad el balbuceo. 



[i] Roland Barthes: “El efecto de realidad”, El susurro del lenguaje, Paidós, Barcelona, p. 31.

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