sábado, 28 de enero de 2012

EL “GIJONAZO”. Sobre el cese de José Luis Cienfuegos, director del Festival de Cine de Gijón.

El cese de José Luis Cienfuegos, el pasado 11 de enero, como director del Festival Internacional de Cine de Gijón, ha caído como una bomba entre los miembros de la “profesión” (programadores, cineastas, críticos y especialistas en cine en general). No es que sintamos que se trata de una flagrante injusticia, sino peor aún: la gestión de Cienfuegos no merecía ser objeto de sospecha y enjuiciamiento, sino más bien de lo contrario. Por ello, los profesionales y un buen número de cinéfilos activos sentimos que el cese es un acto de censura extensible a toda una cultura del cine. En consecuencia, muchos nos adherimos a un documento que solicita la reincorporación del despedido, a pesar de saber que estas decisiones no tienen vuelta atrás. Es dudoso incluso que Cienfuegos quisiera retornar a un entorno ya definitivamente irrespirable. Pero se trataba de pedir lo imposible como única respuesta a lo impresentable.

Impresentable, mezquino. Descorazonador. A estas alturas, los adjetivos se echan a perder, acumulados frente al error fundamental que suele guiar a los poderes públicos en el manejo del, para ellos siempre "sospechoso" a la par que irrelevante, asunto de la cultura. Se desmorona el panorama de los festivales de cine en este contexto de crisis profunda, y el caso Cienfuegos vendría a ser su más visible suceso de no ser porque el argumento económico, en este caso, resulta banal: Gijón ha sido un modelo de gestión óptima con fondos escasos. Por esa razón, lo que más sorprende en medio del (lógico) revuelo generado por la noticia, es la ausencia de comentarios que subrayen cabalmente el carácter ideológico de la medida. A Cienfuegos lo han echado por hacer un festival radical y tener éxito en el empeño. Lo demás son pretextos insostenibles.

La hazaña –sin hipérbole– del Festival de Cine de Gijón fue lograr que un certamen intrascendente se convirtiera en el modelo a seguir en España. Supo combinar sabiamente rigor intelectual y sentido de la aventura, evitó componendas y términos medios, y logró superar con goleada las mejores expectativas de evaluación crítica y asistencia en una ciudad de menos de medio millón de habitantes (su público es una minoría realmente masiva: siempre más de 50.000 entradas vendidas en los últimos años). Todo ello con un presupuesto que, en términos generales, viene a ser la mitad de lo que emplean los festivales de una escala similar en nuestro país. O lo que es igual, con una tercera parte del presupuesto de la Seminci de Valladolid y casi una octava parte de lo que invierte el de San Sebastián. En cuanto a si los festivales en general suponemos un despilfarro de fondos públicos, es otro debate, que a menudo se parece a debatir si es despilfarro pagar impuestos por un servicio que no usemos todos. Pagamos para que haya escuelas aunque no tengamos hijos, y para que haya carreteras en comarcas que nunca visitaremos. Pero es que a fin de cuentas no se ha cancelado un festival inoperante, sino un modelo de festival y un festival modélico.

La formidable aportación del Festival de Cine de Gijón a la cultura cinematográfica de este país durante los 16 años de la era Cienfuegos no puede medirse, pero está por doquier. Ha sido el norte con respecto al cual todos los demás hemos calibrado la brújula. Especialmente para tantos festivales creados durante la última década, como el de Las Palmas, en el cual desarrollo mi trabajo; pero también para otros certámenes veteranos y consolidados: ahí están la bien enfocada puesta al día del mayor de todos, San Sebastián, o los nuevos espacios abiertos, no sin problemas, para lo inclasificable en un festival de género como el de Sitges. Y si en estos años se pudo hablar de una nueva crítica joven que encontraba continuidad a través de los blogs, habrá que añadir que no hay red sin nudos para atar los cabos, y Gijón ha sido el nudo más valioso. De no tener ese festival, muchas voces del “otro” cine y de la llamada “nueva cinefilia”, hubieran pasado más tiempo del aconsejable en el exilio de la red o de las aulas universitarias.

No puede extrañarnos que todo esto haya sido insuficiente para los nuevos gestores. Es plausible imaginar que lo antedicho alimentara más bien la suspicacia y el menosprecio fácil. Gijón tuvo éxito con una fórmula presuntamente “impopular”, programando un tipo de cine que ni piensa ni necesita el éxito. Pero la excelencia se mide por partidos. No me refiero, naturalmente, a los partidos políticos, cuyas diferencias en materia de tradición cultural se disuelven en un mediocre consenso tácito a la hora de considerar los usos de la cultura. Aunque resulte cándido remontarse tan atrás, uno piensa en la propia anomalía de la que nace la idea misma de arte, que supone ante todo una reticencia al uso. Hablo desde la melancolía de esa “otra” cultura del cine, donde el espejismo de los prestigios de lo artístico no puede ya ocultar una realidad que día a día nos obliga, a quienes trabajamos como promotores, enseñantes o programadores de cine, a justificarnos. En el mejor de los casos, se nos atribuye la culpa de ser unos inocentes.

Se nos dice: ¿para qué sirve un festival? Diremos: para servir películas, las cuales a su vez, idealmente, no deberían servir para nada. El problema es que terminan sirviendo para algo, se les obliga a ello. El arte pasa necesariamente por desplazar, desnaturalizar o simplemente olvidar voluntariamente los usos prácticos de una imagen, un símbolo, un texto. Aparece cuando el tótem de la tribu vale de pronto para algo más, o al menos para algo distinto, a lo que pretendía el jefecillo que lo encargó. Vale por sí mismo, que es como decir que vale para mirarnos en él. Los esfuerzos de un programador obedecen a la experiencia de haber visto cosas que tienen tal vez interés por sí mismas y merecen en todo caso la oportunidad de ser vistas por otros. En la modestia de esta pretensión, las demandas de promoción turística del municipio correspondiente funcionan como la zanahoria atada al palo para que el caballo avance. A nadie se le escapa que la zanahoria no sólo es inalcanzable, sino que es de plástico.

(La metáfora es compleja y requiere aclaración: el gestor político supone que la zanahoria es el festival. Para el gestor cultural, sin embargo, la zanahoria es la utopía turística. La carga de la que tira el pobre animal también cambia de naturaleza según quién la mire: el político verá en ella los ingresos del sector servicios, y el programador verá la intangible sustancia del conocimiento por la belleza. El programador no es tan ingenuo como parece: sabe que la aparición repentina de ese intangible ha necesitado antes una red industrial de producción y distribución. Pero ese es otro tema.)

Los festivales son entonces, por norma, hijos bastardos cuyos progenitores habitan mundos distintos. Pero aun nacidos de un error, tienen hoy el papel sobrevenido de abrir la única ventana disponible a la faceta no comercial del cine. No hay forma de evitar la confrontación porque, para nosotros los programadores, el cine no es un medio sino un fin al que nunca debería renunciarse. Y más en nuestros días. El mercado impone un modelo único que procede en su mayor parte de la costa californiana, y esto no es cosa de ahora. Pero la imposición ha multiplicado notablemente su capacidad de abuso en las últimas décadas, y si no toleramos imaginar una librería donde ocho de cada diez libros a la venta sean bestsellers de intriga o de política-ficción, ¿por qué estamos dispuestos a aceptar una situación análoga con el cine?

Obviamente, lo aceptamos porque los cien años y pico de historia que convirtieron al cine en la fábrica de imaginario del siglo XX (pero ya no del XXI: mejor reconocerlo cuanto antes), no han bastado para otorgarle “seriedad” ante la opinión pública, salvo precisamente como fábrica. Quizás tengan razón quienes aseguran que la seriedad no es buena, que cuando aparece es un síntoma de muerte. Se puede entonces pensar en la temeraria seriedad de los cinéfilos militantes de los 60, sobre cuyos hombros tratamos de sostenernos muy precariamente. ¿Ya se moría el cine entonces, con la alarmante señal añadida de la entrada del cine en las universidades? Por mi parte, sólo puedo decir que hoy no encuentro diferencia apreciable entre comentar Las uvas de la ira de John Ford en el aula, y disertar acerca de las pinturas flamencas del siglo XV. Asuntos nobles y serios, que merecen un lugar de solemne encierro en la universidad. Fuera de ella, al experto se le discute por sistema una condición previamente otorgada con honores: cuando algo se convierte en materia de estudio en una facultad de humanidades, recibe una formidable “patada hacia arriba”. Fuera del aula, el especialista en historia y estética del cine descubre que el mundo es frío. Por ejemplo, cuando trabaja para festivales, que no son organizados por universidades, por suerte, sino por ayuntamientos. Por desgracia.

Mientras tanto, Hollywood toma muy en serio el provecho que obtiene de no ser tomado en serio más que en términos económicos: su cine ocupa el segundo lugar en volumen de ingresos como producto de exportación. No sólo da dinero, sino que vende imagen al tiempo que allana el terreno –literalmente: lo vuelve homogéneo– para ganar aún más). Nadie olvida que el cine es un producto muy caro, y nadie advierte que su inflación de costes procede también de los Estados Unidos (habría que hablar un día de una “burbuja hollywoodiense”: o cómo el encarecimiento inaudito del cine comercial americano ha encarecido a su vez la producción de cine en todas partes, de tal modo que las películas que intentan ser baratas, resultan comercialmente inviables). Ante este panorama insoportable, los festivales tratamos de abrir espacio a una creatividad menos restringida por los requisitos económicos ergo estéticos de las ficciones al uso. Se objetará que hacemos un uso irresponsable del dinero público para sostener una industria impotente. Responderemos que cubrimos responsablemente los agujeros que deja tras de sí la irresponsabilidad intrínseca del mercado.

(Apunto de paso un dato más, si de cuestiones económicas ha de hablarse: un festival bien gestionado y de alcance global, como el de Gijón, puede arreglarse con algo menos de un millón de euros. Ahora bien, para que un certamen de este tipo sobrepase la esfera de los “entendidos” –pero mal comprendidos– y funcione como escaparate promocional para la ciudad, hace falta al menos el triple de esa cantidad. De tal modo que, si los festivales fracasamos en nuestra misión no deseada de servir a intereses turísticos, no será porque salimos caros sino porque se nos quiere baratos además de “útiles”).

Hablemos por último de mayorías y minorías. Se me excusará que generalice gravemente, pero sostengo que los profesionales y los aficionados habituales de los certámenes, aceptan y disfrutan la enorme diversidad del cinematógrafo en una medida que no tiene correspondencia inversa. Las voces que hablan a menudo en nombre de esa “mayoría” estadística que extraemos de los datos económicos, tienen todo el derecho a cuestionar las películas, las tipologías y los criterios que convergen en los festivales. Sería mucho más saludable no obstante que en la diatriba hubiera algo más de razonamiento crítico genuino. Esos portadores del “gusto común” son algo así como expertos que reniegan, se quitan el hábito (hablan de hecho de que los “otros”, los “pedantes”, o sea nosotros, actuamos como sacerdotes) y se lanzan al modo de un cantante de rock en brazos de una masa imaginaria a la que llaman “público” (tal vez les gustaría decir “pueblo”, “patria”: los abusos retóricos ejercidos sobre esas palabras se parecen mucho) para descartar de paso que los espectadores de las películas de Kiarostami, por ejemplo, sean de hecho también público.

En la práctica, el asunto se reduce a desautorizar por principio y entre vítores destemplados la profesionalidad de unos especialistas cuyos conocimientos no se cuestionarán por erróneos sino por excesivos. En el fondo, esta noción se ha forjado a la inversa: el conocimiento será un exceso en la medida en que propicia criterios “erróneos” de acuerdo a una norma del gusto previamente supuesta. De ahí que al nuevo sustituto de Cienfuegos al frente del Festival de Gijón se le escape un insulto involuntario, ya famoso, hacia el llamado gran público al diferenciarlo del público “inteligente”. Extraño caso de inclusión por exclusión, o viceversa. ¿Existe, en fin, algún otro ámbito de la vida social, aparte del fútbol, en el que una defensa de lo iletrado pueda expresarse con tanta desfachatez?

No pretendo disimular una defensa de mi propio oficio ante el caso Cienfuegos: la solidaridad cae sobre suelo abonado por el agravio corriente del que somos objeto, en esta época de crisis, los trabajadores públicos de la cultura. Naturalmente, el objetivo predilecto del ataque es el experto, que carga con el peso de ver siempre la palabra entre comillas como quien carga con apéndices de cornudo cuando pasea a la vista de todos por la plaza del pueblo. ¿Cuánto tiempo más habrá que soportar el escarnio, tan habitual cuando el término se aplica al ámbito de las artes y las humanidades? Cesar a Cienfuegos implica deshacerse del principal gestor del festival de referencia en nuestro país. Su apuesta por el conocimiento era necesariamente una apuesta estética ergo política radical. Tenía una inmediata afinidad por la inteligencia del fuego, por las imágenes que arden y gritan para pensar mejor. Por eso lo echaron. Lógicamente, los compañeros de viaje no sólo nos sentimos señalados. Nos sentimos insultados.

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